Este texto que leerá a continuación sobre el 11/9 fue escrito por el periodista polaco Ryszard Kapuscinski.
Vivimos en un mundo muy complejo, lleno de diferencias, con muchos niveles y planos. Por eso, para responder a la pregunta de si el mundo de hoy es distinto al que existía antes del 11 de septiembre, primero tenemos que definir el punto de partida de nuestro análisis de la realidad. Yo parto de la perspectiva que tiene el reportero, un testigo de los conflictos y transformaciones culturales que se pueden observar viajando por el mundo.
Si admitimos que la realidad que nos rodea
puede ser representada por una pirámide, veremos que en su base, en el
punto más bajo, allí donde está el plano de las relaciones entre los
seres humanos, de la vida cotidiana, nada o muy poco ha cambiado. No
cabe la menor duda de que el 11 de septiembre fue un día trágico para
las personas que murieron aplastadas por los escombros de las Torres
Gemelas, para sus familiares y amigos más cercanos, pero lo cierto es
que la humanidad sigue levantándose cada día, como lo hacía antes del
ataque, para trabajar, educar a los niños, planear las vacaciones, gozar
de las alegrías, sufrir enfermedades y, en definitiva, para morir. La
prosaica vida cotidiana siempre se impone y triunfa. Los temores e
inquietudes que sentían los hombres antes del 11 de septiembre siguen
presentes en sus vidas. No hay indicios de que, en el futuro más cercano
y en ese nivel de la vida, se producirá algún cambio fundamental. La
historia nos confirma que las grandes crisis que ya azotaron a la
humanidad en el pasado demostraron su extraordinaria resistencia.
Muchos
han afirmado que en el nivel más bajo de nuestra pirámide aumentaría la
animosidad de los europeos y norteamericanos hacia los árabes y que
entre los musulmanes también crecería la hostilidad hacia los ciudadanos
occidentales. Muchos han previsto la intensificación de los conflictos
entre las dos civilizaciones, pero nada de eso ha sucedido. En
Occidente, los ataques contra los musulmanes han sido esporádicos y de
mínima significación. Al mismo tiempo, yo no he sentido cambio alguno en
el tratamiento que me otorgan en los países árabes que visito.
Donde
sí se han producido cambios importantes es en los niveles superiores de
nuestra pirámide. En primer lugar, los sucesos del 11 de septiembre
demostraron que la distancia ya no basta de por sí para garantizar la
seguridad. Descubrimos con horror que la distancia ya no nos pone a
salvo. Hoy podemos ser blancos y víctimas de ataques terroristas todos y
en cualquier punto del planeta. En una palabra, después del 11 de
septiembre ya no nos sentimos seguros, cuando vivimos lejos del enemigo
en potencia; ya no nos sentimos particularmente protegidos por el océano
que nos separa de él.
En segundo lugar, el 11 de septiembre
demostró que en nuestro globo ya no hay santuarios. Y no sólo se trata
de que todos puedan ser atacados por todos, de que cualquier país pueda
atacar a otro. Ese peligro ya existía mucho antes. La novedad del 11 de
septiembre consiste en que demostró que en el mundo hay fuerzas que no
representan los intereses de un determinado Estado, pero que, a pesar de
ello, constituyen un enorme peligro incluso para los más potentes.
Hasta ahora, el pensamiento estratégico se basaba en el supuesto de que
las guerras se libraban entre Estados. Hoy, los estrategas tienen que
remodelar con urgencia sus ideas, porque a los Estados se enfrentan
fuerzas difíciles de situar. Ha cambiado la imagen del enemigo, porque
ya no viste un uniforme concreto, lo cual dificulta su identificación,
pero también porque puede hacer mucho daño, aunque no tiene tanques ni
cañones. Es muy difícil combatir a un enemigo imposible de situar y con
planes imposibles de conocer. Antes, cuando teníamos buenas relaciones
con un Estado, podíamos tener casi la absoluta seguridad de que no sería
un peligro para nosotros. Hoy podemos tener magníficos contactos
políticos, económicos y culturales con un país y ser víctimas de un
ataque lanzado desde su territorio. Esto se debe a que han aparecido
fuerzas que no se someten a ningún centro de poder, que no representan
los intereses de Estados concretos, pero que están en condiciones de
aprovechar el territorio o la infraestructura de un país para atacar a
otro. Esa situación nos confirma que ya somos testigos de la
globalización del mal. Consiguen voz y voto -con sus actos-
organizaciones y fuerzas que actúan al margen de las estructuras de los
Estados nacionales. Y ese proceso no concierne solamente al terrorismo.
Se relaciona también con el narcotráfico, la compra y venta de armas y
otras fechorías. Eso significa que ha aparecido un ente internacional
totalmente nuevo, aún no definido del todo, que escapa a las formas que
tenían hasta ahora los sujetos de la vida internacional.
Fortalecimiento del Estado
Un
tercer cambio generado por el 11 de septiembre es el fortalecimiento de
la idea del Estado, algo paradójico, porque el terrorismo siempre busca
su debilitamiento. La globalización neoliberal también debilitó mucho
el papel del Estado, porque promovió las corporaciones supranacionales,
el flujo ilimitado de los capitales y la creación de mercados
financieros mundiales. Como consecuencia, el Estado fue en gran medida
marginado. Esa consecuencia la sufrió también Estados Unidos, país en el
que había una oposición cada vez más potente ante una posición
demasiado fuerte del poder estatal. '¿Para qué queremos un Gobierno tan
potente? ¿Para qué pagamos impuestos tan altos?', preguntaban muchos
norteamericanos. Sin embargo, el 11 de septiembre demostró que, en el
mundo contemporáneo, las sociedades pueden sentirse seguras y protegidas
solamente dentro de los Estados. Sólo el Estado puede garantizar la
correspondiente protección a la sociedad. El ataque contra Estados
Unidos demostró que el hombre y la sociedad no pueden funcionar sin el
Estado.
Desde el 11 de septiembre -y éste es otro cambio
importante-, la globalización se valora de otra manera. Hasta ahora
prevalecía la opinión de que era una bendición para la humanidad, algo
que nos ayudaría a resolver todos los problemas. Mientras tanto, nos
topamos, por sorpresa, con otros rostros muy distintos de la
globalización, que es un proceso lleno de contradicciones internas, un
proceso que puede generar fenómenos negativos.
George Soros, una gran figura de las finanzas mundiales, advierte en On Globalization
que ese proceso genera también grandes amenazas. Soros advierte que
crece la dominación de dos grandes instituciones financieras, el Fondo
Monetario Internacional y el Banco Mundial, que ya imponen sus
concepciones a los Estados nacionales debilitando su posición.
Los
sucesos del 11 de septiembre nos obligaron a percibir el mundo con más
serenidad y ecuanimidad. Pudieron convertirse, incluso, en el punto de
partida para un análisis serio y profundo de la situación en nuestro
planeta. Lamentablemente, lo único que se supo hacer fue dar una
respuesta militar a los terroristas. Nos dejamos embaucar por algunos
políticos que sostienen que, si no fuese por el terrorismo, viviríamos
en el mejor de los mundos. Pero la verdad es que, como dijo un
comentarista norteamericano, 'el derrumbamiento de las Torres Gemelas
fue el fin de las vacaciones que tomamos de la historia'. El fin de la
guerra fría se caracterizó por la euforia que sentíamos tras el fracaso
del comunismo. Parecía que todos los problemas habían terminado.
Mientras tanto, aunque el ataque contra EE.UU. demostró que la euforia
era prematura, nosotros no supimos abordar con seriedad lo que puede
depararnos el futuro. Desaprovechamos la oportunidad que se nos presentó
para tratar con seriedad los problemas que acarrea la globalización.
Yo
creo que el terrorismo, tanto el individual como el que practicaron y
practican distintas organizaciones, jamás fue una gran amenaza para el
mundo. Algo muy distinto es el terrorismo de Estado que practicaron y
practican los regímenes totalitarios. La mayoría de las sociedades del
mundo no se sienten amenazadas por el terrorismo. Claro que en la
historia de muchos países el terrorismo dejó huellas, pero se trata de
actos de importancia secundaria. El problema que ahora enfrentamos
consiste en la dimensión global del terrorismo. Ésa es una novedad,
porque antes siempre fue practicado por organizaciones marginales.
Hoy,
lo que puede sobrecogernos es que un país tan potente como EE.UU. fue
golpeado de manera dolorosa por una pequeña organización. Todos
coinciden en que el gran éxito de Al Qaeda, una organización integrada
apenas por varios miles de militantes, consistió en que supo aprovechar
para sus propios fines el gran liberalismo que impera en EE.UU. y que se
basa en la confianza mutua. Por ejemplo, allí bastaba dar el número de
nuestra cuenta bancaria para disipar todas las dudas y ser tratado con
la máxima confianza.
Yo estuve en Estados Unidos antes del 11 de
septiembre. Aterricé en el aeropuerto Kennedy de Nueva York. Tenía que
coger allí el avión de Washington. Estuve media hora buscando el lugar
en que debía embarcar. Recorrí el aeropuerto de cabo a rabo y me pareció
que, de haber tenido malas intenciones, hubiese podido hacer cualquier
cosa, porque nadie se interesó por mí. Antes de llegar a Estados Unidos,
di prácticamente la vuelta al mundo y en todas partes me controlaron el
equipaje, cosa que no ocurrió en Nueva York.
Nos queda el
consuelo de que los terroristas ya no podrán repetir un ataque como el
del 11 de septiembre, porque la vigilancia ahora es muy grande. Los
norteamericanos se han dado cuenta de que incluso un control mínimo en
sus aeropuertos hubiese frustrado el ataque contra Nueva York y
Washington. Por eso creo que después del 11 de septiembre, para aumentar
la seguridad, no hacían falta las medidas típicas de un régimen
policial. Hubiese bastado un control apenas algo mayor.
En EE.UU.
todos saben que la gran eficacia del sistema norteamericano radica en
la libertad que garantiza. Toda limitación de esa libertad, por ejemplo,
mediante el control estricto de las personas y mercancías en la
frontera, sería un freno para el desarrollo. ¿Cuántos barcos de los
miles y miles que atracan en los puertos de Estados Unidos pueden ser
controlados? Apenas un pequeño porcentaje, porque, si quisiéramos
controlarlos todos de manera minuciosa, provocaríamos la paralización de
la economía. Todas las limitaciones de la libertad y de la democracia
causan efectos muy negativos sobre el funcionamiento del capitalismo. El
terrorismo podría ser erradicado completamente en veinticuatro horas,
pero a condición de que implantásemos un régimen totalitario, y eso no
estamos dispuestos a hacerlo, porque sabemos que destruiríamos la
sociedad cívica y la democracia.
Libertad y eficacia
El
conflicto entre la libertad y la eficacia de los sistemas estatales es,
hoy por hoy, el problema más importante no sólo para EE.UU., sino
también para el mundo entero. Ése es, a mi modo de ver, uno de los retos
más serios que se plantean ante la humanidad en el siglo XXI. Hay que
definir las proporciones óptimas entre la seguridad por un lado y la
libertad y el bienestar por otro, es decir, resolver un problema que
todavía no ha sido planteado con toda la claridad que merece. En el
siglo XIX y a comienzos del siglo XX, la libertad y la democracia no
estaban en peligro. Hoy sí lo están, porque la globalización conduce
hacia dos fenómenos sumamente peligrosos. El primero es la privatización
de la violencia. La democracia y el capitalismo se desarrollaron en los
tiempos en los que la aplicación de la violencia estaba monopolizada
por el Estado. La violencia tenía uniformes, armas y carnés. El Estado
era el único con derecho a hacer uso de la violencia. Hoy, cualquiera
puede tener un arma, y hay cientos o miles de ejércitos privados.
Hay que hacerse, pues, la pregunta: ¿cómo proteger en esas condiciones
los mecanismos de la democracia? No sabemos responder a esa pregunta.
Ahora bien, eso no significa que en EE.UU. no se analice el asunto. Por
el contrario, ese país es uno de los centros de discusiones y análisis
más serios sobre los fenómenos que aquí nos ocupan. Es en las
universidades norteamericanas donde surgen los análisis más acertados
sobre los fenómenos que tienen lugar en el mundo. Es también en EE.UU.
donde encontraremos los mejores y más críticos análisis sobre EE.UU.. Y
no es casual que sus adversarios más radicales aprovechen con frecuencia
los argumentos formulados por los pensadores norteamericanos.
El
gran problema radica en que en Estados Unidos hay un gran abismo entre
el pensamiento universitario y las concepciones de los círculos
políticos. Cuando se conoce la vida de las universidades, uno se siente
admirado por el nivel y la gran clase de las discusiones que se
organizan en sus aulas. Lamentablemente, los políticos son totalmente
impermeables a las ideas y argumentos de sus colegas profesores y
científicos. Y ésa es otra prueba más de la complejidad que tienen la
sociedad norteamericana y su sistema estatal.
Sea como fuere, hay
que reconocer que son las ideas formuladas en las escuelas superiores
norteamericanas las que dictan hoy al mundo los temas de las principales
discusiones y polémicas sobre el presente y el futuro. Todos los
grandes debates de los últimos decenios concernieron a concepciones de
gran importancia surgidas en EE.UU., generadas por el pensamiento
norteamericano. Un ejemplo muy útil es la tesis que formuló Francis
Fukuyama sobre el fin de la historia. A principios de la década de los
años noventa proclamó que el fin del comunismo significaba el fin de los
conflictos. De esa circunstancia, el pensador norteamericano sacó la
conclusión de que, por consiguiente, la democracia liberal triunfaría en
todas partes en tanto que régimen ideal que desean todos los humanos.
Seis años después, Samuel Huntington formuló su concepción sobre la
confrontación entre las civilizaciones. Entonces se propagó la idea de
que todos los conflictos existentes se debían a las diferencias entre
las civilizaciones. La última gran idea fue formulada por Robert Kagan,
autor de la afirmación de que los grandes aliados, Estados Unidos y
Europa, se separan. Y es muy probable que esa circunstancia sea el
cambio más importante promovido por los sucesos del 11 de septiembre.
En
el pasado hablamos de un mundo dividido en Norte y Sur y luego en ricos
y pobres. Hace no muy poco se describía el mundo con la frase 'The West
and the Rest' (Occidente y los demás). Hoy se reemplaza la palabra West con el término America: 'The America and the Rest'. Y Kagan hace referencia a ese nuevo paradigma en nuestro pensamiento sobre el mundo.
Kagan afirma que ya no existe la noción occidente,
que se ha producido una ruptura en el Atlántico. La guerra fría unió
durante 50 años las dos orillas del océano. Hoy, cuando ya no existe el
enemigo común, EE.UU. y Europa no quieren seguir caminando por la misma
senda. Por el contrario, tienen dos visiones distintas del mundo y, por
consiguiente, el abismo sólo puede ensancharse y profundizarse. La
grieta apareció el 11 de septiembre, porque desde aquel día, la
Administración norteamericana considera que en el resto del mundo
imperan el desorden y la anarquía, es decir, un peligro mortal. Es esa
concepción sobre el mundo la que induce a EE.UU. a concentrarse en la
lucha. Washington cree que el caos puede ser controlado solamente con
las armas. Y de ahí las enormes cuotas que gasta EE.UU. en armas, mucho
más de lo que gastan todos los demás miembros de la Alianza Atlántica.
Mientras tanto, Europa, que no olvida la experiencia de la II Guerra
Mundial y de los regímenes totalitarios, promueve otra visión del mundo,
kantiana, la visión de un mundo de paz eterna. Europa ve su visión
civilizadora en el intercambio de ideas, en el mantenimiento de
negociaciones y en la búsqueda de compromisos. Cuando las concepciones
son tan distintas, tan dispares, es inútil pensar que EE.UU. y Europa
conseguirán un punto de encuentro.
Observamos una creciente
marginación de las organizaciones internacionales. Prueba de ello es la
ONU, que ya no desempeña el importante papel que tenía en el pasado. Ha
perdido su autoridad incluso el Consejo de Seguridad, porque se dedica a
aprobar resoluciones que nadie cumple.
En esa situación no puede extrañar que en EE.UU. todos coincidan en que deben comportarse en el mundo como el sheriff
que impone el orden. Por eso, la discusión no se desarrolla en torno a
si debe desempeñar o no ese papel, sino a cómo debe hacerlo. Ciertos
círculos norteamericanos consideran que EE.UU. puede cumplir esa misión
en solitario, por su cuenta y responsabilidad, mientras que otros creen
que hay que conseguir aliados. El secretario de Defensa Donald Rumsfeld
suele decir: 'Podemos arreglarnos solos'. El secretario de Estado Colin
Powell es más prudente: 'Queremos montar una coalición'.
Líderes y potencia
Para
saber qué camino elegirá en definitiva EE.UU., tenemos que analizar lo
que dicen sus líderes. Parece que confían plenamente en la potencia de
su país y de sus fuerzas armadas, con las que nadie puede competir.
Están convencidos de que únicamente EE.UU. puede realizar cualquier
operación militar, en cualquier momento y en cualquier punto del
planeta. Ese sentimiento de fuerza ilimitada que anima a los líderes
norteamericanos no siempre va acompañado del conocimiento necesario
sobre el mundo y sus complejos procesos. Por eso, los que preparan la
guerra contra Irak tienen la seguridad de que alcanzarán un gran éxito.
Más objetivos parecen ser los militares norteamericanos. Fueron sus
analistas los que previeron en la década de los años noventa el aumento
de los conflictos. Fueron los expertos del Pentágono los que indicaron
que el enfrentamiento entre los ricos y los pobres, así como la falta de
perspectivas, acumularían enormes capas de frustración, ira y agresión
que se convertirían en fuentes de trastornos muy difíciles de controlar.
Pero no hay que perder la esperanza. En primer lugar, el hombre
está dotado de un potente instinto de autoconservación y, en segundo
lugar, las sociedades, por lo general, suelen rechazar las soluciones
extremistas, radicales, y optar por los caminos de la prudencia y la
moderación. Los extremistas pueden conseguir respaldo, pero sólo en el
ámbito local y por poco tiempo. Cuando el hombre llega a un lugar en el
que poco antes se combatió, donde aún se ven las huellas de los
enfrentamientos, lo primero que suele hacer es limpiar el terreno,
restablecer el orden. Los hombres, por lo regular ancianos, porque los
jóvenes murieron en los choques, retiran los escombros, cierran con
cartones las ventanas sin cristales y encienden el fuego. Las mujeres,
mientras tanto, barren y cocinan. Todos juntos restablecen la
normalidad, y ésa es la gran fuerza de la humanidad.
Ryszard Kapuscinski. Periodista y escritor.
* Publicado en el mes de Septiembre de 2002 entre otros medios en The New York Times y el periódico El País.
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