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lunes, 6 de abril de 2015

Carlos Gaviria Diaz: símbolo de la democracia

Foto de Colprensa
“A veces un pueblo aprende más por lo que pierde que por lo que gana”.

Su sonrisa impresa en un lienzo de medio pliego reclinada en seis volúmenes de  la Enciclopedia Universal Ilustrada Espasa Calpe, recibía por igual a conocidos y anónimos ciudadanos en el majestuoso Salón de la Constitución.

Protegido por la luminosidad de dos cirios blancos y la fragancia de azucenas y lirios del mismo color, sus cenizas fueron dispuestas con la misma sencillez y recato como fue su presencia en vida.

Como sí él mismo se hubiera ocupado de ello en este espacio, alguna vez, habitado por los fondos del saber legislativo, Biblioteca del Congreso.  

Una escena en la que la sobresalía la autonomía individual, el libre desarrollo de la personalidad y la dignidad, un hecho manifiesto en su vida y visible, incluso, después de su muerte.

Lo salvaguardaba el espíritu de la libertad, bajo la bóveda celeste del lugar. Un grande entre los grandes.

Custodiado y acogido por Los Comuneros, Simón Bolívar, Antonio Nariño, Francisco de Paula Santander, José María Obando, José Hilario López, Tomás Cipriano de Mosquera,  Rafael Núñez, Miguel Antonio Caro, Rafael Reyes, Rafael Uribe Uribe, Darío Echandía, Alfonso López Pumarejo… 

Símbolos de nuestra historia colombiana y, hasta 1986, de las distintas constituciones políticas que han regido los destinos del país, plasmados en el colorido y espléndido fresco de Ramón Vásquez Arroyave. 

Extraordinario pintor y muralista de Ituango, quien murió una semana antes, el 14 de marzo.

Su familia, sobresaliente discípula de ‘El papá’, del Maestro “racional, pero extremadamente sensible”, dispuestos y abiertos al saludo cálido entre íntimos y extraños. 

Imperceptibles, discretos, viviendo un sencillo y generoso duelo, mientras iban y venían los visitantes en respetuoso silencio trenzado de murmullos y cálidos saludos.

En el puntal del edificio de la carrera séptima con calle 10, la tricolor a media asta se agitaba imponente en el telón celeste, protegida por el grifo águila-león que, con ojo vigilante, espía que se cumplan las leyes, velando con la fuerza por que la veracidad prevalezca y para hacer que se cumplan. 

Se marcha el hombre pero nos queda su símbolo, el de la democracia. La esperanza que nos acompañó y salvó en una Nación demencial, franqueada por el odio y el desamor por el Otro, manifiesta  en la barbarie, la desigualdad, la exclusión y la indignidad.

Por esto, sus sentencias bien pudieron ser el antídoto vital para alcanzar y preserva derechos sociales, individuales, las libertades y la igualdad. 

Con argumentos jurídicos, filosóficos y éticos, el ateo, el libre pensador, el Maestroarropado siempre del un único traje de la decencia, puso en lugares inequívocos de la vida social, política y espiritual, la vivencia y vigencia de derechos en derecho y humanos.


La sabiduría y humanismo de su visión es lo que nos permite hoy morir dignamente. Abortar en casos precisos. Tener autonomía para el consumo de dosis personal de drogas. Desarrollar la personalidad desde una perspectiva homosexual. Que los indígenas apropien sus derechos. Una noción de vida centrada en los derechos y al derecho.

Quizás por esto asomara silenciosamente, afuera del Capitolio, la pancarta "Si a la dosis personal", con la que quizás, también, se honraba su memoria. 

Hay quienes piensan (como yo) que murió con un enorme pesar en su alma.

Tuvo que ser indecible el dolor y la frustración de ver la postración de la Corte Constitucional y el eminente peligro de la Justicia. 

Debió ser muy duro para un Hombre con mayúsculas como él, artífice de sentencias y jurisprudencias que salvaguardaron los derechos de los ciudadanos y el recto orden de la Constitución Política, ver a la más alta magistratura, sometida a la corrupción.

Dice el poeta Juan Manuel Roca que su temprana partida es, sin duda, “una baja más en las menguadas filas de la dignidad política”.

Ojala ocurra, si embargo, lo que escribió en su memoria el Magistrado mexicano Xavier Díez de Urdanivia: “que la semilla por él sembrada ha caído en tierra fértil y rendirá, a su tiempo, los mejores frutos”.

Descanse en paz, honorable ciudadano CARLOS GAVIRIA DIAZ.  



Si utiliza alguna foto de este Post y del Blog debe indicar el siguiente crédito: Foto(s) by Bunkerglo/Gloria Ortega http://somossentipensantes.blogspot.com Compartidas por su autora exclusivamente para medios digitales. No se autoriza la reproducción parcial o total en ningún medio impreso (análogo) sin expresa autorización de su propietaria.Derechos protegidos por CC Creative Commons.

sábado, 5 de abril de 2014

Para policía de Bogotá, los mendigos no tienen derechos humanos


Eran casi las 4 de la tarde. La periodista Natalia Torres y yo salíamos de la estación Las Aguas de Transmilenio. Caminamos hacia el sur el Parque de los Periodistas y desde más abajo del Templete al Libertador, advertimos de lejos que en la esquina de la Avda. Jimenez con carrera cuarta (Eje ambiental), al frente del Hotel Continental, un policía le daba puntapiés a un bulto en el piso.

Cuando llegamos en nuestro camino a ese punto, vimos que el bulto era una persona. Un hombre de cabello negro ondulado, vestido de harapos en posición fetal que cubría su indescifrable edad y absoluta miseria con una cobija mal oliente.

Le dije al policía (74810) que si quería le tenía el radioteléfono para que pudiera mover a esa persona con la mano y no con una patada. Me dijo en tono alzado: ¡no se meta! ¿Cómo que no me meto?, le respondí. Es una persona y usted no tiene ningún derecho de patearla.

Hice una foto del policía y la compartí en twitter denunciando lo que ocurría:

Alce la voz e increpé al policía: ¡Oiga, qué hace! ¡No es un perro! (que me perdonen los perros que tampoco lo merecen y los defensores de animales). ¡Su deber es respetar los derechos de esta persona, no quitárselos!

Mientras el policía (74810) en un tono displicente y agresivo me seguía insistiendo en que no me metiera, que no era mi problema, el otro policía (68703) que lo acompañaba, de guantes negros y aún subido en su  moto, sonreía. Actitud que mantuvo durante todo el episodio.

Me dirigí a este y le dije: ¿Por qué usted no lo despierta con las manos y no como su compañero a punta de patadas? Me respondió: "¡No! ¡Cómo se le ocurre! Me da asco tocarlo. ¡Qué tal que tenga una enfermedad!".  

Pues ninguno de los dos puede despertar a esta persona a patadas, les insistí aún más irritada (por decirlo decentemente). Me agaché y le hablé a esa persona, y con mis manos, las únicas que tengo y sin guantes lo moví varias veces diciéndole: señor, despierte… sin suerte. No conseguí que despertara.

La gente se iba juntando en el lugar. Estudiantes y transeúntes se sumaron a la espontánea protesta reclamando que no podían despertarlo a patadas, que tenían que respetarlo, que no era un bulto de basura, no sin murmurar, "pero si en este país todo funciona igual".

Desde que tomé la primera foto y comencé a hacer los vídeos que aquí ven, el policía (74810) sacó su IPhone y comenzó a grabarnos, a Natalia y a mí y a todos cuantos se fueron juntando en el lugar. Dejaron de darle puntapiés.

Hice fotos de esta persona, de su rostro y mientras lo hacía dije: no quiero ver después a esta persona muerta como un NN en un potrero de Bogotá o convertida en un "falso positivo" como se acostumbra en este país de "noche y niebla". Pasó y pasa de manos de la policía y en el ejército, especialmente.  El policía (68703) que no dejaba de sonreír, se molestó y me dijo que eso no era verdad y que yo no tenía ningún derecho a decir eso.  

Llegó un camión de la policía y el que nos filmaba con IPhone (no cualquier teléfono) gritó: "¡Échenlo al camión”! El que conducía no hizo caso y se marchó. (Tal vez  porque, para ese momento, éramos muchos más los defensores de los derechos humanos que sus violadores).

4:30 Llegó una patrulla de la Policía. El que venía en esta, de mayor jerarquía, escuchó la denuncia que hacíamos no solo Natalia y yo sino todas las más de 10 personas que se arremolinaron en el lugar, no a chismosear qué pasaba, sino a sumarse en defensa de esa persona tirada en el piso.  

Le ordenó al policía (68703) que levantará a la persona y la llevará a la patrulla porque la trasladarían al hospital Santa Clara. Ya no le dio asco de que tuviera alguna enfermedad y obedeció. Lo levantó con cuidado y lo llevó hasta el carro.


No sabemos quién es, como se llama. Otras dos mujeres antes que nosotras habían grabado lo que ocurrió. Nos explicaron que, minutos antes, esta persona sufrió un ataque de epilepsia y cayó al piso.

Cuando se llevaron al mendigo en la patrulla (17-0688), en teoría al hospital Santa Clara para ser atendido, una funcionaria de espacios públicos de Bogotá (de la Bogotá Más Humana según decía su uniforme), nos dijo que acababa de entrar a su turno de las 5 de la tarde, y que lo que tenía que hacer la policía por protocolo era haber llamado una ambulancia.

Desconocemos el destino que tenga la grabación que realizó, en una clara actitud de persecución, especialmente contra la periodista Natalia Torres, el policía (74810), a quién se le cuestionó hacerlo sin que, por un momento, dejará de grabar. De hecho, el mendigo, asunto de la discusión entre ciudadanos y la fuerza de policía, dejó de ser el objetivo del uniformado.

No existen hechos menores en un país y en una ciudad que aún sigue despertando y viviendo situaciones de los mal llamados "falsos positivos". Cualquier desacato al respeto de los derechos humanos de una persona, y más aún si está forma parte de la población más indefensa y vulnerable de una sociedad, debe ser motivo de indignación y repudio. No es posible seguir permitiendo que la Policía, que debe garantizar su protección y cuidado, no los respete ni valore.

Compartimos esta historia y denuncia pública ante la Policía Metropolitana de Bogotá. El respeto y garantía de los derechos humanos en Bogotá y en Colombia debe pasar de los foros, las declaraciones, los diagnósticos, los libros y las denuncias y anuncios de uniformados y de todo el mundo, a las buenas conductas y practica efectiva de los mismos.

¿Será que si lo llevaron y llegó al hospital de Santa Clara?

Denuncia y post escrito a dos voces. Natalia Torres (@natadelaleche) y Gloria Ortega Pérez.

viernes, 12 de abril de 2013

"Marcha por la paz" honró y se solidarizó con las víctimas

Y Gaitán, ahí. Foto by Bunkerglo - Marcha por la paz. Bogotá abril 9 de 2013
Cuando era niña mi papá Luis Augusto me contó muchas veces la historia de Gaitán. Quién era, por qué lo asesinaron, por qué era bueno, qué pensaba... También, de cómo él escapó de la revuelta del 9 de abril, dónde estaba mi mamá Ligia, a quien no conocía aún, y qué hacían y dónde estaban sus hermanos, mis abuelos y en general las dos familias en ese memorable día. 

Cada vez que me refería la misma terrible y triste historia, seguramente producto de mis preguntas, tampoco podía evitar, por obra y gracia de mi imaginación, convertir su relato en un cuento lejano, en una película desteñida y marcada de hilitos (rayada) porque había pasado en otro lugar y con otra gente.


Sin embargo, muchas veces y con cierta fascinación, escuché el discurso que pronunció Jorge Eliecer Gaitán en la Plaza de Bolívar el 7 de febrero de 1948, y que se conoce como Oración por la Paz

No se si era su voz o sus palabras pero escucharlo hablar en el LP (Long Play), me producía un magnetismo increíble. Recuerdo que todos, pero en especial ese disco, negro, pesado, delicado, había que cogerlo con sumo cuidado, con las manos muy limpias, casi que con guantes, cuidando de no rayarlo con la aguja al ponerlo en el tocadiscos.

Los domingos en la tarde, después de escuchar por la radio un partido de fútbol y los resultados de la hípica, mi papá ponía los discursos de Gaitán, alternando nuestra atención con el lago de los cisnes de Tchaikovsky o las seductoras voces de Nat King Cole y sus aquellos ojos verdes y la Violetera de la recién fallecida Sarita Montiel, entre otros hits de la época.

La historia nos cuenta que ese 7 de febrero, hace 65 años, más de cien mil de las cuatroscientas mil personas que vivían en Bogotá, colmaron la Plaza de Bolívar. También quizás ahí estuvieron nuestros papás, los tíos y abuelos, atendiendo el llamado del líder político y jefe del Partido Liberal, Jorge Eliecer Gaitán.

La multitud protestaba, como hasta hoy lo hacemos, contra la violencia política, pero en ese entonces, por la que ejercía el gobierno del presidente de la República Mariano Ospina Pérez sobre los liberales, en especial, contra los gaitanistas.

Desde antes de esa fecha como hasta hoy, la desigualdad, la exclusión y la pobreza, siguen siendo una constante nacional. Lo más fácil era convertirla en una efermedad endémica, incurable. Solo pasamos (¡por dios!) del criminal tiempo del corte de franela al de la motosierra.

En esa marcha del silencio, porque no hubo consignas, ni aplausos, ni vivas, Gaitán pronunció, según opinan los historiadores y los viejos, su más auténtico y conmovedor discurso. Tal vez, el más importante de su corta y truncada vida política. 

Con la vehemencia de su ser le pidió al presidente Ospina Pérez concordia, hechos de paz y de civilización.  "¡Piedad para la patria!".

El recién 9 de abril de 2013, como en 1948, una multitud 'de todas las latitudes, de los llanos ardientes y de las frías altiplanicies, llegaron a congregarse en esta plaza, cuna de nuestras libertades'. Vinieron con la historia de su dolor y sufrimientos, y otra vez, desbordaron la Plaza de Bolívar para decir que le apuestan, decididamente, a un nuevo intento de paz.Que quieren, que requieren, que necesitan paz.
La marcha fue la manera como se conmemoró, por primera vez en la historia de Colombia, el Día Nacional de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas, (instaurado por la Ley 1448 de 2011 Art. 142). 

Se honró la memoria de los desaparecidos y asesinados, a sus miles de familias, a los millones de personas que se encuentran en situación de desplazamiento forzado, a las que han sido despojadas, a los que fueron violentados sexualmente (mujeres y hombres), se honró a las comunidades, a las poblaciones y a los niños y niñas cooptados por los distintos actores del conflicto armado.

Los que marcharon no eran los enruanados de sombrero de la marcha del silencio de Gaitán, pero por la "pasarela de la paz", (esto es la carrera séptima hasta la Plaza de Bolívar), pasó la geografía humana nacional, centenares de miles de personas en cuyos rostros se dibujaba un ¡Sí! ¡Hágamos la Paz!

Vi marchar campesinos, indígenas, afros, obreros, trabajadores, estudiantes, intelectuales, artistas, mujeres… A las minorías más vulnerables mujeres, niños y viejos que han padecido y sufrido lo indecible en este país.

Marchó la solidaridad por ellos mismos como víctimas de la endémica guerra colombiana. Todos traían deseos, sueños, esperanzas, el clamor porque pueda empezar a construir una vida distinta, con un presente feliz y prometedor.

Su masiva presencia simbolizó, en el simbólico espacio de la democracia nacional, el beneplácito expreso de poner fin al conflicto armado. Un gesto de humanidad, de generosidad, de vida si se tiene en cuenta que son los historicamente excluidos. Están convencidos de que no todo está pérdido y venían a ofrecer su corazón.

La "marcha por la paz" no fue una movilización silenciosa como la de Jorge Eliécer Gaitán el 7 de febrero de 1948 cuando pronunció su Oración por la Paz,  sino todo lo contrario, fue expresiva, festiva, multicolor y ruidosa, como lo muestra el vídeo (ver más abajo), cuyo paisaje sonoro fue realizado por el periodista Pablo Medina Uribe, director de RadioPachone (www.radiopachone.org) y Julian Camacho García. Las imágenes de mi autoría fueron tomadas en un punto obligado del recorrido de la "marcha por la paz", carrera séptima con avenida Jiménez, camino a la Plaza de Bolívar.     

 

Esta entrada al blog incluía el texto del escritor y poeta William Ospina, presentado como una nueva Oración por la Paz y que leyó la líder política y defensora de los derechos humanos Piedad Córdoba. Dada su extensión, el texto aparece el el siguiente post bajo el título: Dignidad, confianza y afecto entre los ciudadanos es el verdadero nombre de la Paz: William Ospina 

NOTA. La imagen del gran fotógrafo Sady González tiene como fecha 1940. Sin embargo, tengo dudas sobre este dato. La encontré en la Internet como parte de un texto sobre la Marcha del Silencio, luego tendría que ser de 1948. Quizás la cambié más adelante, dependerá de lo que logre establecer. 

Dignidad, confianza y afecto entre los ciudadanos es el verdadero nombre de la Paz: William Ospina

La "marcha por la paz" no fue una movilización silenciosa como la de Jorge Eliécer Gaitán el 7 de febrero de 1948 cuando pronunció su Oración por la Paz,  sino todo lo contrario, fue expresiva, festiva, multicolor y ruidosa, también tuvo su oración por la paz. 


El siguiente texto, profundo y humanista, del escritor y poeta William Ospina, presentado como una nueva Oración por la Paz, fue leído en la tarima de la movilización en la Plaza de Bolívar por la líder política y defensora de los derechos humanos, Piedad Córdoba.


Oración por la paz

"Hace 65 años se alza desde esta tribuna un clamor por la paz de Colombia.

65 años es el tiempo de una vida humana. Eso quiere decir que toda la vida hemos esperado la paz. Y la paz no ha llegado, y no conocemos su rostro.

Es un pueblo muy paciente un pueblo que espera 65, 70, 100 años por la paz. Cien años de soledad. Un pueblo que trabaja, confía en Dios, que sueña con un futuro digno y feliz, porque, a pesar de lo que digan los sondeos frívolos, no vive un presente digno y no vive un presente feliz.

Aquí no nos dan realidades, aquí se especializaron en darnos cifras. El pueblo tiene hambre pero las cifras dicen que hay abundancia, el pueblo padece más violencia pero las cifras dicen que todo mejora. El pueblo es desdichado pero las cifras dicen que es feliz.

Ahora comprendemos que un pueblo no puede sentarse a esperar a que llegue la paz, que es necesario sembrar paz para que la paz florezca, que la paz es mucho más que una palabra.

El verdadero nombre de la paz es dignidad de los ciudadanos, la confianza entre los ciudadanos, el afecto entre los ciudadanos. 

Y donde hay tanta desigualdad, y tanta discriminación, y tanto desprecio por el pueblo, no puede haber paz. 

Allí donde no hay empleo difícilmente puede haber paz. 

Allí donde no hay educación verdadera, respetuosa y generosa, qué difícil que haya paz.

Allí donde la salud es negocio, ¿cómo puede haber paz? Donde se talan sin conciencia los bosques, no puede haber paz, porque los árboles, que todo lo dan y casi nada piden, que nos dan el agua y el aire, son los seres más pacíficos que existen.

Donde los indígenas son acallados, donde son borradas sus culturas, donde es negada su memoria y su grandeza, ¿cómo puede haber paz? Donde los nietos de los esclavos todavía llegan con cadenas invisibles, todavía no son vistos como parte sagrada de la nación, ¿a qué podemos llamar paz?

La paz parece una palabra pero en realidad es un mundo. Un mundo de respeto, de generosidad, de oportunidades para todos.

Y hay que saber que lo que rompe primero la paz es el egoísmo.

El egoísmo que se apodera de la tierra de todos para beneficio de unos cuantos, que se apodera de la ley de todos para hacer la riqueza de unos cuantos, que se apodera del futuro de todos para hacer la felicidad de unos cuantos. De ahí nacen las rebeliones violentas, y de ahí nacen los delitos y los crímenes.

Hemos ido aprendiendo a saber qué es la paz... haciendo la suma de lo que nos falta.

La paz es agua potable de todos los pueblos y agua pura en todos los manantiales. No hay paz con los ríos envenenados, con los bosques talados y con los niños enfermos por el agua que beben.

La paz es trabajo digno para tantos brazos que quieren trabajar y a los que sólo se les ofrecen los salarios de sangre de la violencia y del crimen.

La paz son pueblos bellos y ciudades armoniosas, que se parezcan a esta naturaleza. Porque las montañas, los ríos, las llanuras, las selvas y los mares de Colombia son la maravilla del mundo, y no hemos aprendido a habitarlas con respeto, a aprovecharlas con prudencia, a compartirlas con generosidad.

Porque la idea de generosidad que tienen muchos grandes dueños de la tierra tiene un solo nombre: alambre de púas. Esa idea medieval de tener mucha tierra, mientras las muchedumbres se hacinan en barriadas de miseria.

Pero es que la paz verdadera exige no sólo un pueblo respetado y grande y digno sino una dirigencia verdadera. Y no es una gran dirigencia la que se esfuerza veinte años por que le aprueben un Tratado de Libre Comercio, y cuando le aprueban el Tratado la sorprenden con un país sin carreteras y sin puertos, con una agricultura empobrecida, con una industria en crisis, confiando sólo en vender la tierra desnuda con sus metales sus minerales para que la exploten a su antojo las grandes multinacionales. Ahí no sólo falta generosidad sino inteligencia, ahí faltan grandeza y orgullo.

En cualquier país del mundo un tratado de libre comercio se negocia poniendo como primera prioridad qué necesitan y qué consumen los propios nacionales. ¿Por qué  tiene que ser la prioridad poner oro en las mesas de otros antes que poner alimentos en nuestras propias mesas?

Hoy el mundo se ha lanzado a un obsceno carnaval del consumo. Pero esos países que divinizan el consumo, como los Estados Unidos y Europa, por lo menos ha tenido la prudencia de garantizarles primero a sus pueblos agua limpia, vivienda digna, educación seria y gratuita, salud para todos, trabajo y salarios decentes, una economía que se esfuerza por ofrecer empleo de calidad, que no llama trabajo como aquí al rebusque desesperado, ni a la mendicidad, ni al tráfico violento de todas las cosas.

Si por lo menos cumpliéramos con brindar a los ciudadanos las prioridades básicas de una vida digna, no sería tan absurdo que nos predicaran ese evangelio loco del consumo, pero aún así tenemos que pensar con responsabilidad en el planeta, para el que ese consumo indiscriminado es una amenaza. Tenemos climas frágiles porque tenemos ecosistemas ricos y preciosos, que producen  agua y oxígeno para el mundo entero.
Colombia es un país de tierras bellísimas y de climas benévolos, esto no es Europa ni los Estados Unidos, donde el clima exige millones de cosas, aquí podemos vivir una vida sencilla en un paisaje maravilloso, aquí no habría que refugiarse en ciudades malsanas y estridentes, el país es de verdad La Casa Grande. ¿Qué nos impide esa felicidad? La desigualdad y la violencia. La codicia que pasa por encima de todo.

La naturaleza no es una mera bodega de recursos sino un templo de la vida. Pero una lectura equivocada del país y una manera mezquina de administrarlo han convertido este templo de la vida en una casa de la muerte.

Hace 65 años Gaitán clamaba aquí por la paz. Sus enemigos no sólo lo mataron sino que llevaron al país a una guerra, a una violencia que acabó con 300.000 personas. El país entero entró en una orgía de sangre.

Y perdimos el sentido de humanidad, y casi nos acostumbramos al horror, y dejamos de estremecernos con la muerte. El tabú de matar se perdió, Colombia se volvió tolerante con el crimen, y en el último medio siglo es posible que por falta de paz y de solidaridad haya muerto en Colombia otro medio millón de personas.

Y cada día que tardan en firmar un acuerdo el gobierno y las guerrillas, más muertos de todos los bandos, más víctimas se suman a esta lista. Porque no es sólo el conflicto en los campos: bajo la sombra de ese conflicto prosperan las guerras de supervivencia en las ciudades, la violencia de las mafias, el delito, el crimen, la violencia intrafamiliar, el desamparo, la ignorancia.

Pero es que lo único que detiene a la mano homicida es sentir que lo que hace a su víctima se lo está haciendo a sí mismo. Lo único que detiene esa mano es la compasión y para que haya compasión hay que sentir al otro como a un hermano, como a un milagro de la vida, efímero, precioso, irrepetible. Si no sentimos eso no sentimos nada. Sin ese respeto profundo por los otros nadie siente verdadero amor por sí mismo.

Pero para que haya ese afecto profundo por los conciudadanos hay que haber sido educados en la generosidad, abajo unas instituciones generosas, hay que haber sido querido. Al que no es valorado en su infancia, respetado, apreciado, ¿cómo pedirle que quiera, que respete, que valore a los otros?

Por eso es tan ciega la sociedad que no da nada y en cambio pide todo. Que da adversidad, obstáculos, discriminación, pero pide a los ciudadanos que se comporten como si no hubieran sido educados por Sócrates o por Francisco de Asís. 

El estado se volvió irresponsable, los ciudadanos le perdieron el respeto al estado, y el estado les perdió el respeto a los ciudadanos. En ningún país se exigen tantos trámites para cualquier cosa. Y el que está en desventaja es el que no tiene recursos para sobornar, para abreviar los trámites, para correr con éxito de oficina en oficina. Con mucha frecuencia el estado no facilita la vida sino que es un estorbo para las cosas más elementales.

Las cárceles están llenas de seres que no recibieron nada, que fueron educados en la dureza y en la precariedad, y a los que la sociedad les exige lo que nunca les dio. Porque aquí sólo les exigimos respeto a los que nunca fueron respetados.

Es necesario gritar que nuestro pueblo no es un pueblo malo sino un pueblo maltratado. Y todavía a ese pueblo maltratado y admirable vamos a pedirle, aunque no tenemos derecho a hacerlo, vamos a pedirle que nos dé un ejemplo de su espíritu superior; vamos a pedirle que, a cambio de un acuerdo esperanzador entre los guerreros, sea capaz de perdonar.

No hay ceremonia más difícil y más necesaria que la ceremonia del perdón. Pero es el pueblo el que tiene que perdonar: no la dirigencia mezquina ni la guerrilla que tomó las armas contra ella. Y sin embargo todos tendremos que participar, humilde y fraternalmente, en la ceremonia del perdón, si con ello abrimos las puertas a un país distinto, más generoso, que deponga las armas fratricidas, que abandone los odios y que construya un futuro digno para todos, pero sobre todo un futuro de dignidad para los que siempre fueron postergados.

Desde hace 65 años pedimos la paz, suplicamos la paz, esperamos la paz. Hoy ya no podemos pedirla ni suplicarla ni esperarla. Si se logra un acuerdo entre el gobierno y las guerrilla, tenemos que construir la paz entre todos, la paz con una ley justa, la paz con una democracia sin trampas, la paz con un afecto real en los corazones, la paz con verdadera generosidad. Y la única condición para que esa paz se construya es que no maten la protesta, que no aniquilen la rebeldía pacífica, que dejen florecer las ideas, que permitan a este país grande y paciente ser dueño de sí mismo y de su futuro.

Esa paz que construiremos será un bálsamo sobre esos miles de muertos que se fueron del mundo sin amor, a veces sin dolientes, a veces sin un nombre siquiera sobre su tumba.

Entonces sabremos que la paz no es sólo una palabra, que la paz es convivencia respetuosa, prosperidad general, justicia verdadera, campos cultivados, empresas provechosas, bosques y selvas protegidos, ríos que tenemos que limpiar y manantiales a los que tenemos que devolver su pureza.

Y que otra vez haya venados en la Sabana y bagres sanos en el río, que salvemos la mayor variedad de aves del mundo, que vuelen mariposas de Mauricio Babilonia, y que los caballos de Aurelio Arturo vuelvan a estremecer la tierra con su casco de bronce, y que haya hombres y mujeres pescando de noche en la piragua de Guillermo Cubillos, y que el viajero que encontremos por los campos a la luz de la luna no nos produzca terror sino alegría.

Que haya cantos indios por las sabanas de Colombia, y arrullos negros en los litorales, y que las armas se fundan o se oxiden, y que haya carreteras y puertos, y barcos y trenes que nos lleven a México y a Buenos Aires, y que nuestros jóvenes tengan amigos en todo el continente, y que sólo una industria se haga innecesaria y necesite ayuda para cambiar su producción: la industria de las chapas y los cerrojos y los candados y las rejas de seguridad, porque habremos logrado que cada quien tenga lo necesario y pueda confiar en los otros.

Porque la paz se funda en la confianza y en la sencillez, y en cambio la discordia necesita mil rejas y mil trampas y mil códigos. Aquí, por todas partes, están los brazos que van a construir ese país nuevo, los pies que van a recorrerlo, los cerebros que van a pensarlo, y los labios del pueblo que lo van a cantar sin descanso.

Que hasta los que hoy son enemigos de la paz se alegren cuando vean su rostro".

by Bunkerglo - abril 9 de 2013 - Bogotá

La foto en a que aparecen Piedad Córdoba y William Ospina es tomada de la Internet, pero no aparece quien es su autor.