El periodista Juan Gossaín cuenta, indignado, cómo se pudrió la comida y cómo se vio perjudicado un pueblo
Excúsenme si parezco furioso: lo estoy. Esperé una semana antes de sentarme a escribir, pero no se me pasa. El crimen que se ha cometido clama justicia al cielo. Voy a contarles la historia.
San Estanislao de Kotska, con su nombre de santo polaco, es un pueblo de 15.000 habitantes, en el departamento de Bolívar, situado apenas a 40 kilómetros de Cartagena. Por allí se le conoce simplemente como Arenal.
En la víspera de Nochebuena murieron dos niños, uno, de 2 años, en Arenal, y el otro, de 7 meses, en Soplaviento, la aldea de músicos que le queda al frente.
Estaban recogidos con sus familias en albergues para damnificados del invierno. Los dictámenes médicos fueron iguales en ambos casos: muerte por desnutrición. Los aguaceros de los últimos años han ocasionado tantos estragos en las riberas del canal del Dique que ya no hay comida. Un sacerdote amigo mío vio a una madre con sus hijos almorzando las hojas que arrancaban de un palo de limón a la salida de Calamar.
Ese mismo día, mientras los vecinos piadosos recogían dinero en la calle para enterrar a los niños, en una bodega de la zona industrial de Cartagena tuvieron que destruir 12.000 raciones de comida que la Gobernación de Bolívar había comprado hace cuatro años, para socorrer a las víctimas del invierno, pero que acabaron pudriéndose en un depósito.
No eran solo alimentos. En las cajas también había varias medicinas, entre ellas suero glucosado para rehidratar a los hambrientos. Es probable que con un par de esas botellas los dos niños se hubieran salvado. Sigo pensando en ellos hoy, que es día de los Santos Inocentes.
Historia de un crimen
Todo empezó en el año 2007. El implacable invierno, que desde entonces venía rugiendo como un perro hambriento del sur de Bolívar hacia el norte, había cobrado ya sus primeras víctimas: ranchos destruidos, cosechas perdidas, gallinas y cerdos que flotaban en las corrientes. Las romerías de indigentes, con un pedazo de colchón al hombro y las criaturas en brazos, se
desplazaban de pueblo en pueblo, mendigando cobijo y pan.
El gobernador Libardo Simancas, que estaba a punto de dejar su cargo para ser investigado por vínculos con la parapolítica, ordenó que se compraran 12.000 mercados a unos licitantes de víveres que los cotizaron por 4.000 millones de pesos.
Joaco Berrío, el nuevo gobernante, acusó a su antecesor de haber hecho una compra amañada y sin los requisitos que exige la ley. Según declaró públicamente, temía que al repartir esos alimentos lo metieran en la cárcel. En aquella ocasión le dije por radio que es mejor terminar preso por repartir comida que por dejarla pudrir.
Prefirió ordenar que almacenaran los mercaditos en una bodega contratada mientras se adelantaba una "investigación exhaustiva" que no llegó a ninguna parte. (Malditas sean las investigaciones exhaustivas en Colombia. Todavía no hemos podido saber quién asesinó al mariscal Sucre ni quién ordenó que mataran a Gaitán.)
A Berrío lo destituyó la Procuraduría por otras razones. Llegó un tercero, Jorge Mendoza, tan fugaz que ni tuvo tiempo de averiguar dónde diablos era que estaba guardada la comida.
En el 2010 convocaron a votaciones atípicas para que alguien gobernara los nueve meses que hacían falta. Solo participó el 10 por ciento de los ciudadanos. Apareció Alberto Bernal, el cuarto mandatario, y, según él mismo ha dicho, desde el día de su posesión ya los mercaditos estaban dañados.
En esos cuatro años, cada invierno fue más grave que el anterior.
Los damnificados se multiplicaron. Eran, como siempre, los más indefensos y desprotegidos. Uno puede comprobar en las calles coloniales de Cartagena que los desplazados por el agua ya no piden dinero. Ni siquiera piden una sábana. Ellos mismos dicen que se conforman con una lata de leche en polvo o unos cubitos para hacer sopa.
Pasó el tiempo. Llovían las explicaciones legales, hubo una inundación de incisos y parágrafos, cayó un diluvio de intrigas, metieron sus manos diputados y concejales, y así, entre martingalas de leguleyos y bellaquerías de políticos, la bodega terminó por convertirse en un pudridero.
La ira de Dios
Los vecinos del depósito empezaron a quejarse. Los olores apestaban. 12.000 cajas de comida para seres humanos se habían convertido en un banquete de ratas y en basurero de cucarachas.
Hasta que la semana pasada un grupo de especialistas decidió que se procediera a destruir los mercaditos con candela porque eran un peligro para la salud pública. Yo no sé cuál de todos esos gobernadores es el culpable, o si lo son todos, porque cada uno cuenta un cuento distinto y cada quien trata de sacar sus chorizos del humo.
Solo espero que la ira de Dios caiga sobre los responsables de una infamia como esta, ya que la justicia de los hombres no solo es ciega, sino sorda. Y que les tenga reservada una paila del infierno más caliente que el fuego de los mercaditos, para que prueben una cucharada de su propia medicina. Son más condenables que la guerrilla, los narcotraficantes y los paramilitares juntos.
Este crimen de lesa humanidad es más horrendo que el de los parásitos financieros de Wall Street, que los fraudes electorales de Putin en Rusia, que las masacres de Gadafi en Libia, que las palizas del Ejército sirio contra los manifestantes de Damasco.
Pero aquí, en Colombia, tierra del café más suave del mundo y de las esmeraldas más bonitas, nadie se indigna, nadie ocupa una plaza para expresar su protesta, nadie abre la boca. Nadie se estremece. ¿Es que aquí a nadie le duele nada? ¿Qué es lo que tenemos en las venas? ¿Chicha de maíz?
Las estadísticas más confiables señalan que casi cuatro millones de colombianos se acuestan cada noche sin haber comido. De ellos, la mitad son niños. Pero la plata del Bienestar Familiar no alcanza para llenar el barril sin fondo de tanto contratista ladrón. Y en Cartagena dejan pudrir 12.000 mercados.
Sigamos en esas, sigamos; sigamos felices, como Nerón, tocando el arpa mientras Roma arde.
Epílogo para una infamia
Y faltan más horrores. Ya dije que el suministro de los mercados perdidos se contrató hace cuatro años por 4.000 millones de pesos. Como nunca les pagaron, ahora los proveedores exigen 9.000 millones, un incremento del 125 por ciento, a lo que hay que añadirle el precio hasta ahora desconocido de cuatro años de bodegaje, más 44 millones de pesos adicionales que cobraron los encargados de destruir la podredumbre.
No escribo con tinta de computador, sino con sangre, porque Altenberg me enseñó que quien escribe con sangre aprende que la sangre es el espíritu.
A punto de terminar, busco en la cabeza una palabra precisa para referirme a quienes hayan sido los causantes de esta monstruosidad. Todos los epítetos me parecen pobres ante la magnitud de lo ocurrido. Decía Cervantes que "solo hay una palabra, y solo una, para expresar lo que un hombre está sintiendo". Pero ninguna sirve para deshacerme del tarugo que tengo enquistado en el fondo del corazón.
Hasta que la encontré ahí, en las páginas del propio Cervantes. Cuando aquellos truhanes de una hospedería del camino lo molieron a palos, Don Quijote salió del lugar lanzándoles todos los improperios que se merecían: bribones, sinvergüenzas, granujas, perversos, malignos, villanos. No contento con ello, subió a su caballo sarnoso y, antes de volver grupas para marcharse, se asomó por la ventana de la posada, llenó de aire los pulmones, abrió la boca hasta donde pudo y, con toda la fuerza de su alma, les gritó:
-¡Hideputas!
Juan Gossaín, periodista.
ESPECIAL PARA EL TIEMPO publicado el 27 de diciembre de 2011. Tomado de Eltiempo.com