El único mal de Colombia es la falta de una ciudadanía solidaria consciente
de sus deberes y de sus derechos, responsable y vigorosa que no sólo esté en
condiciones de ofrecerles la paz a los grupos violentos que siembran muerte y
terror por todas partes, sino que sea capaz también de imponerles otro modelo
mental a unas clases dirigentes mezquinas y torpes que, a pesar de estar
rodeadas por todos los decorados de la modernidad, siguen manejando el país con
la moral de los conquistadores españoles y con la mentalidad de los
encomenderos del siglo XVI. Y digo que es el único mal porque es el que impide
la solución de todos los otros. Mientras no se logre esa reacción ciudadana
inteligente, generosa y creativa que proponga e instaure un proyecto nacional
razonable y moderno, Colombia seguirá eligiendo gobiernos no por su talento y
sus ideas, sino por su apellido y su buen tono social y seguirá cruzando los
dedos con la esperanza desvalida de que los actores armados arrastrados a la
barbarie y a la destrucción se pongan de acuerdo para regalarnos un país
civilizado y próspero.
Yo diría que pocas disciplinas tienen
hoy tantas responsabilidades en Colombia y en el mundo como el periodismo. Ya
pasaron los tiempos en los que se limitaba sólo a informar y a comunicar. Hoy
posee un poder tan grande como el de los partidos y el de las empresas, modela
las reacciones de la opinión pública, alerta o aletarga, crea figuras públicas
o las hunde, puede ayudar a clarificar los hechos o puede hacerlos aún más
confusos y terribles de lo que son, puede ayudar a entender los fenómenos o puede
sumergirlos en una niebla de incomprensión y de misterio.
El mundo moderno que de tantas maneras
distintas ha ido rompiendo el hilo de sus tradiciones, que ha perdido tantas
costumbres, parece expuesto a no tener otra explicación de los hechos que la
que los medios le conceden. Pero, en los países democráticos consolidados, la
educación tiene la prioridad de formar el carácter y el criterio de los
ciudadanos y el Estado tiene la capacidad de brindar el espacio de orden donde
ese criterio puede ejercerse.
En Colombia donde siempre el poder
despreció a la gente la educación nunca fue una prioridad del Estado y es por
ello que el Estado no cuenta hoy con el respaldo de una ciudadanía vigorosa y
resuelta que le ayude a cumplir sus tareas de civilización. Existen grandes
diferencias entre formar e informar. En Francia o en Inglaterra, los medios no
necesitan proponerse la tarea de dar formación a la ciudadanía porque esa tarea
ya la han cumplido, y de un modo programado responsable y eficiente, otras instancias
de la sociedad, particularmente la familia y la escuela. Es sobre todo en ellas
donde se modela el perfil de un país, su orgullo o su vergüenza, su respeto
sincero por las normas o su vocación transgresora, la conciencia que tiene el
ciudadano de su propia dignidad o su precaria valoración de sí mismo. Esa
formación básica determina si alguien actúa solo como individuo en función de
sus intereses personales o si se tiene ciudadano, es decir, alguien con
responsabilidades sociales con conciencia de su valor ante la comunidad.
William Ospina con el coreógrafo y bailarín Álvaro Restrepo, atiende mi llamado. |
En Colombia somos vigorosamente
individuos, pero no somos ciudadanos. Cuando asisto a reuniones de
intelectuales o de profesionales en las que se discute como construir
ciudadanía, casi siempre se insiste en la necesidad de volver ciudadanos a
quienes no han ido a la escuela o a quienes están excluidos de toda
oportunidad. Pero el mayor desafío de Colombia es cómo volver ciudadanos a los
intelectuales, a los empresarios, a los profesionales, incluso creo que sería
importante pensar en cómo volver
ciudadanos a los políticos[2], cómo lograr que actuemos minimamente en
función de unos propósitos colectivos, de una simpatía básica por los demás, de
la necesidad de nos estar solos en un mundo, donde de tantas maneras
necesitamos de los otros.
La del periodista, se diría, es una de
las profesiones más modernas que existen, no en el sentido de que es muy
reciente, sino de que esté en la vanguardia de la actualidad. Nadie de los
periodistas tiene por oficio la recepción y comunicación inmediata de todo lo
que ocurre en el mundo, los mil rostros de una humanidad que no ha renunciado
ni a la guerra, ni a la mezquindad, ni a la miseria, ni a la esperanza.
Aparentemente, la tarea del periodista es solo la de convertir en lenguaje
articulado los hechos y transmitirlos a través de influyentes medios de
comunicación. Labor que supone una alta vigilia de atención e investigación,
una existencia aventurera con largos desplazamientos, peligros continuos,
largos tramos de esfuerzo y de incertidumbre.
Abundan las novelas y las películas
cuyos héroes son los periodistas que vivieron peligrosamente la aventura de los
golpes de estado, las revoluciones, las catástrofes naturales o los atentados
criminales. Esa labor de cubrir los hechos no siempre permite a cada periodista
ser ese personaje ultra informado que puede situar los episodios que narra en
su perspectiva histórica, en su significación política, en sus implicaciones
éticas y en su contexto planetario. Se supone además que el periodista solo
debe ofrecer al público datos objetivos y que son profesionales mucho más
especializados quienes podrán ahondar en la interpretación de los hechos y en
la orientación de su público, pero yo creo que ningún periodista aceptaría
voluntariamente ser un mero observador de datos sueltos. Para todos es un
imperativo profesional y humanos situar los acontecimientos verlos en
perspectiva y sin pretender convertirse en historiador o en filósofo contribuir
a su desciframiento.
Todo lenguaje participa de las
propiedades del análisis, todo lenguaje es una interpretación de la realidad.
Así que a los viajes, las esperas y los
maltratos que forman parte cotidiana de la aventura periodística se suman la
curiosidad intelectual y un esfuerzo expresivo que excede los meros asuntos
gramaticales para participar de preocupaciones estéticas como la búsqueda de
claridad, la eficacia narrativa, e incluso la capacidad de conmover, pues si
esta no se logra los hechos dramáticos de la aventura humana no serán comunicados
plenamente.
En situaciones como las que vive
Colombia con un conflicto político y social de tan enorme magnitud y unas
esperanzas tan tenues de transformación del escenario a corto plazo la labor de
los periodistas se ve agravada también por el enfrentamiento entre las fuerzas
que libran la guerra, por su recíproca
convicción de ser dueñas de la verdad y su decisión de imponer esa
verdad a todo el mundo. Esto añade al trabajo periodístico, presiones,
exigencias, amenazas y finalmente atentados y crímenes por parte de grupos que
quieren beneficiarse de la divulgación de sus actos o imponer a la sociedad la
versión que más les conviene.
El deber de los periodistas va, sin
embargo, más allá del esfuerzo por informar y por dilucidar los hechos, aunque
creo que la siguiente no es ya una exigencia que competa solo a los individuos
sino también a los medios, a los gremios y a la profesión en su conjunto. El
periodismo, - y ese es un alto destino-, se debe menos a la verdad de los protagonistas
de los hechos que a los intereses de la humanidad. Es la perspectiva humana, no
facciosa la que le puede dar su sentido no solo como instrumento informador,
sino como instrumento civilizador.
Creo que el periodismo por su altísima
influencia, por su presencia cotidiana ante las comunidades, por su capacidad
de formar criterios y despertar opiniones ha demostrado en muchos sitios que
tiene la posibilidad de influir de un modo mayor en el discurrir de las
naciones, y es allí donde su condición de extrema actualidad gana sentido. Al
periodismo le compete un papel de primera magnitud en el proceso de
modernización de las sociedades. Una de las más urgentes tareas de la sociedad
colombiana, es la de superar su ficción de modernidad, esa modernidad formal de
autos y computadoras de electrodomésticos, supermercados, entretenimiento y
moda, y acceder a la verdadera modernidad que es la de las ideas.
La guerra que vivimos se nos presenta
como una típica guerra medieval, intolerante e inhumana, librada eso si con los
sofisticados arsenales del siglo XXI, pero es que la mentalidad de nuestra
sociedad, es una mentalidad arcaica donde todavía los únicos signos de
preeminencia son la riqueza, la capacidad de excluir a los otros la capacidad
de hacer daño, la capacidad de manipular
a los demás. Nuestra información de lo que pasa en el mundo es harto
precaria, nuestra participación en los
grandes debates de la época, nula.
Nuestro encierro en las contorsiones
agónicas de este mundo aldeano, patético. Y sólo nos llama la atención los
hechos espectaculares y violentos. Los personajes de nuestras noticias son, en
su abrumadora mayoría, los que protagonizan procesos de rivalidad y de
competencia que embriagan o conmocionan a las multitudes, esto no es malo
cuando se trata de deportistas que arrasan
marcas mundiales o de luminarias del espectáculo y de la farándula, pero
es muy grave cuando la mayor parte de la información se debe a aquellos que
utilizan la violencia, la extorsión, el chantaje y la masacre, los señores de
la guerra, los protagonistas de casos de corrupción y los políticos solo en la
medida en que intriguen y manipulen.
La respuesta que escuchamos más a
menudo es que la realidad no depende de los periodistas, que estos son - como
lo decía un querido amigo en su columna de opinión-, una suerte de espejos de
la realidad: muestran lo que ven y nada más. Que sería demasiado pedirle al
periodismo, - que además de afrontar todas las pruebas que he enumerado y las
violencias que de un modo creciente padecen-, tuvieran que encargarse de
transformar una realidad que nadie más parece empeñado en transformar.
Pero la madurez de una sociedad y su
grado de civilización está sobre todo en la escala de valores que la rige. En
todas las sociedades modernas hay grandes deportistas, celebridades
espectaculares, criminales y guerreros. Pero hay también empresarios,
productores, orientadores, constructores de tejidos sociales, investigadores,
pensadores, intelectuales, científicos, artistas. Sus noticias parecen menos
excitantes, pero son más valiosas para
la vida. Y en la mayoría de las sociedades modernas, esas personas tienen un
estatus social, una responsabilidad y un papel protagónico que en la nuestra no
tienen.
Me atrevo a decir que uno de nuestros
males como sociedad, es que nos hemos acostumbrado a las noticias embriagantes,
a las noticias excitantes. Encendemos el televisor cada noche, no esperando que
se nos diga que está funcionando bien, qué esfuerzos se hacen, sino qué
atrocidades espectaculares, qué amenazas escalofriantes, qué hechos tremendos
se ciernen sobre nuestras cabezas. El mal por supuesto está en la sociedad
toda, pero también hay una suerte de colaboración entre quienes esperan las
noticias, quienes las protagonizan y quienes las transmiten. Oigo decir a
menudo que afortunadamente vivimos en un país excitante donde ocurren cosas que
conmocionan. Incluso cierta vez el director de un gran periódico nacional dijo
en una entrevista que le parecería muy tedioso vivir en uno de esos tristes
países donde hay un muerto cada seis meses. Esas afirmaciones en alguien que
vende centenares de miles de periódicos son ciertamente impúdicas, porque son
ingeniosidades apenas tolerables en la ficción.
Recuerdo que Cherteston dijo alguna
vez con mucha gracia que una novela para ser buena necesitaba un muerto. Una
novela donde no haya un muerto, añadió, me parece falta de vida. Pero hay una
diferencia importante entre el arte y la realidad, y más vale no confundirlos.
Goette se preguntaba por qué será que lo que nos repugna en la vida nos fascina
en el arte. Yo creo haber percibido la respuesta leyendo unos argumentos de San
Agustín sobre el lenguaje: es que lo mejor que tiene la palabra perro, decía
San Agustín, es que no muerde y lo mejor que tiene la palabra basura es que no
huele mal. En el arte los hechos están despojados de su peligrosidad brutal,
porque están inscritos en un orden estético y en un ritmo revelador que nos
ayudan a su comprensión y nos fortalecen frente ellos.
El periodismo no se propone ser una
obra de arte en ese sentido, y si bien no puede impedir que sucedan los hechos
lamentables de una guerra que tiene su origen en muchas malignidades y muchas
injusticias, también es responsable en parte del orden mental que impera en la
sociedad, del sistema de valores que la rige y del tipo de importancia que se
concede a las obras de la barbarie y a las obras de la civilización.
Es por ello que decía que no podemos
pedir a los periodistas, individualmente considerados, que además de su
valerosa misión se propongan cambiar a una sociedad que el resto de la
comunidad no parece del todo empeñado en transformar. Pero si creo que la
profesión, que los grandes medios, que la pedagogía profesional están en mora
de plantearse otras responsabilidades
que si están en condiciones de asumir. Si se puede o no crear pautas
para que, al menos los esfuerzos de entendimientos, de civilización, de
convivencia, de creación, tengan tanto papel protagónico como los trabajos de
la muerte, de la intolerancia y de la arrogancia criminal.
Si vemos solo los hechos, también sus
causas y sus contextos, si vamos a seguir considerando importante sobre todo lo
que lesiona y vulnera y destruye, o si también le concederemos importancia a lo
que crea y piensa, a lo que convive y descubre, a lo que sosiega e inventa.
En las sociedades bárbaras solo
cuentan los guerreros. Colombia es hoy una sociedad guerrerista, violenta,
extasiada con su ración diaria de malas noticias, que parece moderna porque
está adornada con todos los adminículos de la modernidad, pero la mentalidad de
la gente es lo esencial, el sistema de valores que rige a la comunidad. Debemos
saber si hay en ella respeto por el trabajo, por el pensamiento por la creación
por la capacidad de convivir y de reinventar el
tejido social, porque si ello no existe se perpetuará la barbarie y
todos los ciudadanos seremos cómplices y servirán de poco los desvelos y la
abnegación de tantos periodistas heroicos, ya que también el horror como
alimento cotidiano puede producir adicción.
Si Colombia es tan débil por falta de
justicia y por falta de una educación dignificadora y enaltecedora del
ciudadano, el periodismo, con su enorme poder tendrá que proponerse además de
su labor informadora, una mínima labor formadora de criterio de carácter, de
orgullo y de dignidad. Si de algo se alimentan la injusticia y la barbarie es
de la ignorancia, de la falta de criterio, de la falta de orgullo, del
resentimiento y del maltrato.
Lo que sucede hoy en Colombia, es en
primer lugar un reto a la inteligencia y a la creatividad de los ciudadanos, de
los profesionales de todas las disciplinas, de los políticos de los
intelectuales, de los hombres de empresa. Es decir, tal vez esta guerra de desgaste y de ruina sólo pueda
ser resuelta por quienes no están devorados por ella y arrastrados por su
vórtice de pasiones polarizadas y resentimientos crecientes. Es pavoroso que en
las puertas mismas del tercer milenio, un país occidental esté naufragando en
una guerra fanática de tintes religiosos, en una guerra particularmente brutal
y sobre todo que esté abandonando a la muerte de la generación de jóvenes de
todos los bandos que tendría que contribuir con su trabajo y con su talento a
resolver las graves preguntas de la época y responder a sus desafíos.
Pero nos equivocaríamos si pensamos
que lo único que hay que resolver en Colombia es la guerra, porque la pobreza,
la exclusión, la ignorancia, el egoísmo y la injusticia no sólo son anteriores
a esa guerra, sino que en gran medida son sus causas y es allí donde hay que
definir si cada uno de nosotros reclama la paz solo para sentirse personalmente
seguro, o si busca tener por fin un país donde todos podamos mirarnos como
conciudadanos y podamos respetarnos como seres humanos. Muchas gracias.
[1] Muchas gracias.
Quiero agradecer al Instituto Luis Carlos Galán esta invitación, y voy a leer
unas reflexiones, que es la ampliación de unas reflexiones que hice hace
algunas semanas ante el grupo de periodistas de Medios para la Paz, sobre los
nuevos desafíos del periodismo.
[2] Aplausos.
Foto by Bunkerglo Diciembre 12 de 2010. Inxilio, el sendero de lagrimas. El Campin, Bogotá.