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martes, 3 de enero de 2012

Nuevos Desafíos del Periodismo

El texto del escritor William Ospina forma parte de las reflexiones ofrecidas en el marco del Foro Internacional "Gobernabilidad Democrática y periodismo en la coyuntura política colombiana" los días 16, 17 y 18 de agosto de 2000 en Bogotá. El periodista y escritor Ryszard Kapuscinky fue el invitado central de este Foro al conmemorarse el undécimo aniversario del asesinado del líder político Luis Carlos Galán y que tuve el privilegio de organizar para el Instituto para el Desarrollo de la Democracia. La fuerza de su vigencia sigue siendo la misma para el periodismo de hoy en Colombia, en donde los desafíos siguen siendo los mismos doce años después. Los destacados son míos.

Por William Ospina [1]


El único mal de Colombia es la  falta de una ciudadanía solidaria consciente de sus deberes y de sus derechos, responsable y vigorosa que no sólo esté en condiciones de ofrecerles la paz a los grupos violentos que siembran muerte y terror por todas partes, sino que sea capaz también de imponerles otro modelo mental a unas clases dirigentes mezquinas y torpes que, a pesar de estar rodeadas por todos los decorados de la modernidad, siguen manejando el país con la moral de los conquistadores españoles y con la mentalidad de los encomenderos del siglo XVI. Y digo que es el único mal porque es el que impide la solución de todos los otros. Mientras no se logre esa reacción ciudadana inteligente, generosa y creativa que proponga e instaure un proyecto nacional razonable y moderno, Colombia seguirá eligiendo gobiernos no por su talento y sus ideas, sino por su apellido y su buen tono social y seguirá cruzando los dedos con la esperanza desvalida de que los actores armados arrastrados a la barbarie y a la destrucción se pongan de acuerdo para regalarnos un país civilizado y próspero.

Yo diría que pocas disciplinas tienen hoy tantas responsabilidades en Colombia y en el mundo como el periodismo. Ya pasaron los tiempos en los que se limitaba sólo a informar y a comunicar. Hoy posee un poder tan grande como el de los partidos y el de las empresas, modela las reacciones de la opinión pública, alerta o aletarga, crea figuras públicas o las hunde, puede ayudar a clarificar los hechos o puede hacerlos aún más confusos y terribles de lo que son, puede ayudar a entender los fenómenos o puede sumergirlos en una niebla de incomprensión y de misterio.

El mundo moderno que de tantas maneras distintas ha ido rompiendo el hilo de sus tradiciones, que ha perdido tantas costumbres, parece expuesto a no tener otra explicación de los hechos que la que los medios le conceden. Pero, en los países democráticos consolidados, la educación tiene la prioridad de formar el carácter y el criterio de los ciudadanos y el Estado tiene la capacidad de brindar el espacio de orden donde ese criterio puede ejercerse.

En Colombia donde siempre el poder despreció a la gente la educación nunca fue una prioridad del Estado y es por ello que el Estado no cuenta hoy con el respaldo de una ciudadanía vigorosa y resuelta que le ayude a cumplir sus tareas de civilización. Existen grandes diferencias entre formar e informar. En Francia o en Inglaterra, los medios no necesitan proponerse la tarea de dar formación a la ciudadanía porque esa tarea ya la han cumplido, y de un modo programado responsable y eficiente, otras instancias de la sociedad, particularmente la familia y la escuela. Es sobre todo en ellas donde se modela el perfil de un país, su orgullo o su vergüenza, su respeto sincero por las normas o su vocación transgresora, la conciencia que tiene el ciudadano de su propia dignidad o su precaria valoración de sí mismo. Esa formación básica determina si alguien actúa solo como individuo en función de sus intereses personales o si se tiene ciudadano, es decir, alguien con responsabilidades sociales con conciencia de su valor ante la comunidad.

William Ospina con el coreógrafo y bailarín Álvaro Restrepo, atiende mi llamado. 
En Colombia somos vigorosamente individuos, pero no somos ciudadanos. Cuando asisto a reuniones de intelectuales o de profesionales en las que se discute como construir ciudadanía, casi siempre se insiste en la necesidad de volver ciudadanos a quienes no han ido a la escuela o a quienes están excluidos de toda oportunidad. Pero el mayor desafío de Colombia es cómo volver ciudadanos a los intelectuales, a los empresarios, a los profesionales, incluso creo que sería importante pensar en cómo  volver ciudadanos a los políticos[2], cómo lograr que actuemos minimamente en función de unos propósitos colectivos, de una simpatía básica por los demás, de la necesidad de nos estar solos en un mundo, donde de tantas maneras necesitamos de los otros.

La del periodista, se diría, es una de las profesiones más modernas que existen, no en el sentido de que es muy reciente, sino de que esté en la vanguardia de la actualidad. Nadie de los periodistas tiene por oficio la recepción y comunicación inmediata de todo lo que ocurre en el mundo, los mil rostros de una humanidad que no ha renunciado ni a la guerra, ni a la mezquindad, ni a la miseria, ni a la esperanza. Aparentemente, la tarea del periodista es solo la de convertir en lenguaje articulado los hechos y transmitirlos a través de influyentes medios de comunicación. Labor que supone una alta vigilia de atención e investigación, una existencia aventurera con largos desplazamientos, peligros continuos, largos tramos de esfuerzo y de incertidumbre.

Abundan las novelas y las películas cuyos héroes son los periodistas que vivieron peligrosamente la aventura de los golpes de estado, las revoluciones, las catástrofes naturales o los atentados criminales. Esa labor de cubrir los hechos no siempre permite a cada periodista ser ese personaje ultra informado que puede situar los episodios que narra en su perspectiva histórica, en su significación política, en sus implicaciones éticas y en su contexto planetario. Se supone además que el periodista solo debe ofrecer al público datos objetivos y que son profesionales mucho más especializados quienes podrán ahondar en la interpretación de los hechos y en la orientación de su público, pero yo creo que ningún periodista aceptaría voluntariamente ser un mero observador de datos sueltos. Para todos es un imperativo profesional y humanos situar los acontecimientos verlos en perspectiva y sin pretender convertirse en historiador o en filósofo contribuir a su desciframiento.

Todo lenguaje participa de las propiedades del análisis, todo lenguaje es una interpretación de la realidad. Así  que a los viajes, las esperas y los maltratos que forman parte cotidiana de la aventura periodística se suman la curiosidad intelectual y un esfuerzo expresivo que excede los meros asuntos gramaticales para participar de preocupaciones estéticas como la búsqueda de claridad, la eficacia narrativa, e incluso la capacidad de conmover, pues si esta no se logra los hechos dramáticos de la aventura humana no serán comunicados plenamente.

En situaciones como las que vive Colombia con un conflicto político y social de tan enorme magnitud y unas esperanzas tan tenues de transformación del escenario a corto plazo la labor de los periodistas se ve agravada también por el enfrentamiento entre las fuerzas que libran la guerra, por su recíproca  convicción de ser dueñas de la verdad y su decisión de imponer esa verdad a todo el mundo. Esto añade al trabajo periodístico, presiones, exigencias, amenazas y finalmente atentados y crímenes por parte de grupos que quieren beneficiarse de la divulgación de sus actos o imponer a la sociedad la versión que más les conviene.

El deber de los periodistas va, sin embargo, más allá del esfuerzo por informar y por dilucidar los hechos, aunque creo que la siguiente no es ya una exigencia que competa solo a los individuos sino también a los medios, a los gremios y a la profesión en su conjunto. El periodismo, - y ese es un alto destino-, se debe menos a la verdad de los protagonistas de los hechos que a los intereses de la humanidad. Es la perspectiva humana, no facciosa la que le puede dar su sentido no solo como instrumento informador, sino como instrumento civilizador.

Creo que el periodismo por su altísima influencia, por su presencia cotidiana ante las comunidades, por su capacidad de formar criterios y despertar opiniones ha demostrado en muchos sitios que tiene la posibilidad de influir de un modo mayor en el discurrir de las naciones, y es allí donde su condición de extrema actualidad gana sentido. Al periodismo le compete un papel de primera magnitud en el proceso de modernización de las sociedades. Una de las más urgentes tareas de la sociedad colombiana, es la de superar su ficción de modernidad, esa modernidad formal de autos y computadoras de electrodomésticos, supermercados, entretenimiento y moda, y acceder a la verdadera modernidad que es la de las ideas.

La guerra que vivimos se nos presenta como una típica guerra medieval, intolerante e inhumana, librada eso si con los sofisticados arsenales del siglo XXI, pero es que la mentalidad de nuestra sociedad, es una mentalidad arcaica donde todavía los únicos signos de preeminencia son la riqueza, la capacidad de excluir a los otros la capacidad de hacer daño, la capacidad de  manipular a los demás. Nuestra información de lo que pasa en el mundo es harto precaria,  nuestra participación en los grandes debates de la época,  nula. Nuestro encierro  en las contorsiones agónicas de este mundo aldeano, patético. Y sólo nos llama la atención los hechos espectaculares y violentos. Los personajes de nuestras noticias son, en su abrumadora mayoría, los que protagonizan procesos de rivalidad y de competencia que embriagan o conmocionan a las multitudes, esto no es malo cuando se trata de deportistas que arrasan  marcas mundiales o de luminarias del espectáculo y de la farándula, pero es muy grave cuando la mayor parte de la información se debe a aquellos que utilizan la violencia, la extorsión, el chantaje y la masacre, los señores de la guerra, los protagonistas de casos de corrupción y los políticos solo en la medida en que intriguen y manipulen.

La respuesta que escuchamos más a menudo es que la realidad no depende de los periodistas, que estos son - como lo decía un querido amigo en su columna de opinión-, una suerte de espejos de la realidad: muestran lo que ven y nada más. Que sería demasiado pedirle al periodismo, - que además de afrontar todas las pruebas que he enumerado y las violencias que de un modo creciente padecen-, tuvieran que encargarse de transformar una realidad que nadie más parece empeñado en transformar.

Pero la madurez de una sociedad y su grado de civilización está sobre todo en la escala de valores que la rige. En todas las sociedades modernas hay grandes deportistas, celebridades espectaculares, criminales y guerreros. Pero hay también empresarios, productores, orientadores, constructores de tejidos sociales, investigadores, pensadores, intelectuales, científicos, artistas. Sus noticias parecen menos excitantes, pero son más valiosas  para la vida. Y en la mayoría de las sociedades modernas, esas personas tienen un estatus social, una responsabilidad y un papel protagónico que en la nuestra no tienen.

Me atrevo a decir que uno de nuestros males como sociedad, es que nos hemos acostumbrado a las noticias embriagantes, a las noticias excitantes. Encendemos el televisor cada noche, no esperando que se nos diga que está funcionando bien, qué esfuerzos se hacen, sino qué atrocidades espectaculares, qué amenazas escalofriantes, qué hechos tremendos se ciernen sobre nuestras cabezas. El mal por supuesto está en la sociedad toda, pero también hay una suerte de colaboración entre quienes esperan las noticias, quienes las protagonizan y quienes las transmiten. Oigo decir a menudo que afortunadamente vivimos en un país excitante donde ocurren cosas que conmocionan. Incluso cierta vez el director de un gran periódico nacional dijo en una entrevista que le parecería muy tedioso vivir en uno de esos tristes países donde hay un muerto cada seis meses. Esas afirmaciones en alguien que vende centenares de miles de periódicos son ciertamente impúdicas, porque son ingeniosidades apenas tolerables en la ficción.

Recuerdo que Cherteston dijo alguna vez con mucha gracia que una novela para ser buena necesitaba un muerto. Una novela donde no haya un muerto, añadió, me parece falta de vida. Pero hay una diferencia importante entre el arte y la realidad, y más vale no confundirlos. Goette se preguntaba por qué será que lo que nos repugna en la vida nos fascina en el arte. Yo creo haber percibido la respuesta leyendo unos argumentos de San Agustín sobre el lenguaje: es que lo mejor que tiene la palabra perro, decía San Agustín, es que no muerde y lo mejor que tiene la palabra basura es que no huele mal. En el arte los hechos están despojados de su peligrosidad brutal, porque están inscritos en un orden estético y en un ritmo revelador que nos ayudan a su comprensión y nos fortalecen frente ellos.

El periodismo no se propone ser una obra de arte en ese sentido, y si bien no puede impedir que sucedan los hechos lamentables de una guerra que tiene su origen en muchas malignidades y muchas injusticias, también es responsable en parte del orden mental que impera en la sociedad, del sistema de valores que la rige y del tipo de importancia que se concede a las obras de la barbarie y a las obras de la civilización.

Es por ello que decía que no podemos pedir a los periodistas, individualmente considerados, que además de su valerosa misión se propongan cambiar a una sociedad que el resto de la comunidad no parece del todo empeñado en transformar. Pero si creo que la profesión, que los grandes medios, que la pedagogía profesional están en mora de plantearse otras responsabilidades  que si están en condiciones de asumir. Si se puede o no crear pautas para que, al menos los esfuerzos de entendimientos, de civilización, de convivencia, de creación, tengan tanto papel protagónico como los trabajos de la muerte, de la intolerancia y de la arrogancia criminal.

Si vemos solo los hechos, también sus causas y sus contextos, si vamos a seguir considerando importante sobre todo lo que lesiona y vulnera y destruye, o si también le concederemos importancia a lo que crea y piensa, a lo que convive y descubre, a lo que sosiega e inventa.

En las sociedades bárbaras solo cuentan los guerreros. Colombia es hoy una sociedad guerrerista, violenta, extasiada con su ración diaria de malas noticias, que parece moderna porque está adornada con todos los adminículos de la modernidad, pero la mentalidad de la gente es lo esencial, el sistema de valores que rige a la comunidad. Debemos saber si hay en ella respeto por el trabajo, por el pensamiento por la creación por la capacidad de convivir y de reinventar el  tejido social, porque si ello no existe se perpetuará la barbarie y todos los ciudadanos seremos cómplices y servirán de poco los desvelos y la abnegación de tantos periodistas heroicos, ya que también el horror como alimento cotidiano puede producir adicción.

Si Colombia es tan débil por falta de justicia y por falta de una educación dignificadora y enaltecedora del ciudadano, el periodismo, con su enorme poder tendrá que proponerse además de su labor informadora, una mínima labor formadora de criterio de carácter, de orgullo y de dignidad. Si de algo se alimentan la injusticia y la barbarie es de la ignorancia, de la falta de criterio, de la falta de orgullo, del resentimiento y del maltrato.

Lo que sucede hoy en Colombia, es en primer lugar un reto a la inteligencia y a la creatividad de los ciudadanos, de los profesionales de todas las disciplinas, de los políticos de los intelectuales, de los hombres de empresa. Es decir, tal vez  esta guerra de desgaste y de ruina sólo pueda ser resuelta por quienes no están devorados por ella y arrastrados por su vórtice de pasiones polarizadas y resentimientos crecientes. Es pavoroso que en las puertas mismas del tercer milenio, un país occidental esté naufragando en una guerra fanática de tintes religiosos, en una guerra particularmente brutal y sobre todo que esté abandonando a la muerte de la generación de jóvenes de todos los bandos que tendría que contribuir con su trabajo y con su talento a resolver las graves preguntas de la época y responder a sus desafíos.

Pero nos equivocaríamos si pensamos que lo único que hay que resolver en Colombia es la guerra, porque la pobreza, la exclusión, la ignorancia, el egoísmo y la injusticia no sólo son anteriores a esa guerra, sino que en gran medida son sus causas y es allí donde hay que definir si cada uno de nosotros reclama la paz solo para sentirse personalmente seguro, o si busca tener por fin un país donde todos podamos mirarnos como conciudadanos y podamos respetarnos como seres humanos. Muchas gracias.



[1] Muchas gracias. Quiero agradecer al Instituto Luis Carlos Galán esta invitación, y voy a leer unas reflexiones, que es la ampliación de unas reflexiones que hice hace algunas semanas ante el grupo de periodistas de Medios para la Paz, sobre los nuevos desafíos del periodismo.
[2] Aplausos.
Foto by Bunkerglo Diciembre 12 de 2010. Inxilio, el sendero de lagrimas. El Campin, Bogotá.

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