Hace
varios años, cuando hice una exposición sobre la situación de mi país
ante un público en su mayoría cristiano, en Zaragoza, España, al
terminar, una señora me reclamó, muy enojada, porque había dejado en el
público la sensación de que no había salidas y de que la situación iba a
continuar empeorando. Según ella, yo habría faltado a mi deber de hacer
una lectura de la situación desde la óptica de la esperanza cristiana y
de dejar en los oyentes una sensación de esperanza.
Yo
le respondí que habría faltado a la verdad si hubiera terminado mi
exposición afirmando que las cosas iban a cambiar en un plazo
previsible. Yo no veía honestamente ningún signo que anunciara un cambio
positivo sino todo lo contrario: los poderes de muerte que estaban
dominando en mi país mostraban tal fuerza, que tenían todas las
posibilidades de consolidar progresivamente su dominio.
En
ese grupo de asistentes zaragozanos se levantó aquella noche un debate
muy emotivo sobre la esperanza, que me dejó profundos interrogantes.
Es
cierto que la esperanza tiene un elemento de audacia y de rebeldía
frente a lo que la realidad cruda trata de imponernos. Es cierto también
que la esperanza no puede alimentarse de lecturas de lo que ya existe,
hechas con instrumentos de ciencia, que solo nos permiten acceder a lo
que es y no a lo que debe ser. Pero también es cierto que una esperanza
que trate de subestimar los condicionamientos de la realidad, o
ignorarlos o evadirlos mediante discursos referidos a mundos
inexistentes, es una esperanza que podría calificarse como opio o
somnífero, que nos lleva a tolerar fácilmente la ignominia real,
cubriéndola con un manto de sueños irreales.
Muchos
paradigmas de la esperanza, tanto en el mundo de lo teológico,
centrados en la salvación, como en el mundo de lo político, centrados en
la revolución, han encerrado la esperanza en fronteras ideológicas con
fuertes dosis de resignación y de espera pasiva.
Creo
que al menos en los medios cristianos progresistas ya no se
caracterizan como esperanza las actitudes pasivas, lo que en el pasado
fue considerado como la virtud “cristiana” de la resignación.
Erich
Fromm, en un escrito que tituló La Revolución de la Esperanza , ha
expresado bellamente su manera de comprender la esperanza en estos
términos:
“Tener
esperanza significa estar presto en todo momento para lo que todavía no
nace, pero sin llegar a desesperarse si el nacimiento no ocurre en el
lapso de nuestra vida. Carece así, de sentido, esperar lo que ya existe o
lo que no puede ser. Aquellos cuya esperanza es débil pugnan por la
comodidad o por la violencia, mientras que aquellos cuya esperanza es
fuerte ven y fomentan todos los signos de la nueva vida y están
preparados en todo momento para ayudar al advenimiento de lo que se
halla en condiciones de nacer”. [1]
Para
Erich Fromm, la esperanza es un elemento de la estructura vital del ser
humano, pero está ligada a otro elemento fundamental de esa estructura
vital, que es la fe. Y Fromm describe la fe, en ese mismo capítulo, como
“el conocimiento de la posibilidad real, la conciencia de la gestación.
La fe es racional cuando se refiere al conocimiento de lo real que
todavía no nace, y se funda en esa facultad de conocer y de aprehender
que penetra la superficie de las cosas y ve el meollo. La fe, al igual
que la esperanza, no es predecir el futuro, sino la visión del presente
en estado de gestación ” (ibid.)
Pero
eso mismo que, según Fromm, es lo más característico de la esperanza y
de la fe, o sea, ese esfuerzo por mirar lo real que no ha nacido pero
que se está gestando; ese esfuerzo por comprender las líneas de fuerza
que están configurando la realidad que está en gestación, es al mismo
tiempo lo que explica la CRISIS DE NUESTRA ESPERANZA.
Muchos
concentran su mirada en lo positivo de este mundo nuevo que se ha ido
gestando y ha ido naciendo en la modernidad: admiran los avances de la
ciencia, su poder de dominio sobre la materia y la maravillas logradas
en el ámbito de las comunicaciones, pero otros quizás concentramos la
mirada en los costos humanos que todo eso ha tenido y no podemos mirar
con ninguna alegría ni entusiasmo esas maravillas. ¿Cómo no reconocer
que ese mundo maravilloso de la modernidad ha ido dando a luz un
“infierno” para al menos el 60% de los humanos?. Y hablo de “infierno”
al recordar que en la Divina Comedia, de Dante, la inscripción grabada
en la puerta del infierno lo hacía casi equivalente a la pérdida de la
esperanza: “los que entren aquí, abandonen toda esperanza”.
Yo
quisiera tener una capacidad de mirada más corta para poder albergar
algunas dosis de optimismo, pero cada que trato de escudriñar las líneas
de fuerza de lo que se está gestando y que al nacer va derrumbando
progresivamente nuestros sueños, me veo más incapacitado para elaborar
la imagen de un presente en estado de gestación positiva y gratificante.
Mi
identidad ideológica se fragua principalmente en los años 60, cuando
realizo mis estudios universitarios de Filosofía y al mismo tiempo opto
por la vida religiosa. Junto con otros muchos compañeros y amigos,
jesuitas y no jesuitas, religiosos y laicos, creyentes y no creyentes,
vivimos la fascinación del descubrimiento de que el mundo, y sobre todo
nuestro continente y nuestro país, podían ser distintos. Latinoamérica
era en esos años una ebullición de ideas políticas y teológicas que
buscaban afanosamente encarnarse en la realidad a través de movimientos
militantes. Liberación era la palabra mágica que despertaba todos los
entusiasmos, tanto en lo político como en lo teológico. Testimonios como
el de Camilo Torres o el del Obispo Gerardo Valencia, conmovían y
desestabilizaban el statu quo,
pero en casi todos los países, desde México y Centroamérica hasta el
Cono Sur, surgían profetas y movimientos que invitaban a la acción. Los
teóricos producían análisis tan evidentes de las estructuras de
injusticia que era difícil dudar que quienes tuvieran una conciencia
recta se comprometerían en un proceso de cambio revolucionario. Los
ejércitos populares que surgían por doquier, parecían anunciar esos
núcleos de resistencia que harían invencible los anhelos de las masas
empobrecidas frente a la represión patológica de los poderosos. A pesar
de la fragilidad de todo lo que nace de los excluidos, parecía que la
esperanza comenzaba a invadir muchos campos antes copados por la
fatalidad de la injusticia.
Los
años 70 fueron los años del martirio. América Latina se fue llenando de
dictaduras que se rotularon como de “seguridad nacional”. El poder fue
ejercido casi en todas partes por la casta militar que encarnaba la
brutalidad. Las dimensiones de la barbarie parecían revelar que los
poderes injustos estaban desenmascarando su verdadero rostro, irracional
e inhumano, lo que llevaría irremediablemente a su deslegitimación y a
su derrumbamiento, y que el movimiento revolucionario se estaba
aquilatando en el sufrimiento y el martirio para hacer realidad una vez
más la consigna de los primeros cristianos: “la sangre de los mártires
es semilla de cristianos”. También allí creíamos que el testimonio de la
sangre era la siembra de una victoria mucho más contundente, gracias a
su dimensión ética
incontrovertible.
En
Colombia no hubo dictaduras militares en los 70 ni en los 80, pero las
estrategias represivas de nuestros gobiernos se acomodaron a los mismos
principios de las dictaduras, reforzados por la astucia de preservar
todas las formalidades de la democracia, para “legitimar” la represión
con un discurso que la hacía aparecer como “defensa de la democracia”.
A
pesar de la barbarie, que inundó de sangre y de dolor el continente,
esta etapa yo diría que no se vivió en la desesperanza. Había una cierta
conciencia de que se atravesaba una noche oscura que ineludiblemente
avanzaba hacia un amanecer.
A
medida que avanzaba la década de los 80, las dictaduras fueron cediendo
el turno a un modelo de Estado que se llamó, sin pudor, “de democracia
restringida”, diseñado por los tecnócratas e ideólogos de la alianza
“Trilateral”, la cual reunía a los colosos del capitalismo mundial: los
Estados Unidos, Europa Occidental y Japón. Hubo un re-alineamiento de
muchos restos de movimientos populares que salían anémicos de la gran
noche de las dictaduras y que empezaron a rediseñar sus estrategias para
aprovechar los pequeños espacios “democráticos” que ofrecían esos
regímenes, en cuyo discurso no faltaban críticas a la represión
dictatorial. El lenguaje de los derechos humanos, como un lenguaje
legitimado por el foro mundial más amplio de poderes que es el de las
Naciones Unidas, comenzó a
perfilarse como una alternativa para canalizar los dinamismos de los
movimientos populares que exigían justicia, o como una alternativa que,
al someterse a las reglas y a los procedimientos del Derecho, alejaba
los temores de la violencia revolucionaria como estrategia de cambio de
estructuras.
Los
últimos años de la década de los 80 y los primeros de la década de los
90 podrían caracterizarse como la expansión del discurso de los derechos
humanos. Se creyó que la memoria negativa de la brutalidad de las
dictaduras era suficientemente fuerte para alimentar un movimiento
contra la impunidad que exorcizara para siempre la barbarie y que
consolidara el respeto por el Derecho, de modo que progresivamente se
pudieran reivindicar los derechos consagrados por la comunidad
internacional como derechos humanos, incluyendo los derechos civiles,
políticos, económicos, sociales y culturales.
Sin
embargo, dos fenómenos que se afianzaron con fuerza al comenzar los
años 90 llevarían a la frustración todas estas esperanzas: por una
parte, la crisis definitiva del socialismo realmente existente, con su
efecto central que fue el de consolidar un mundo unipolar imperialista;
por otra parte, la globalización progresiva de la economía mundial, que
fue haciendo de los Estados y gobiernos poderes meramente simbólicos, ya
que el poder real se fue ubicando en las empresas multinacionales y en
el capital trasnacional.
Un
nuevo ciclo de violencia vuelve a ser comprensible, pero ya no aparece
articulado a proyectos concretos. La negación masiva de los derechos
económicos, sociales y culturales de pueblos enteros y de capas muy
grandes de casi todas las sociedades, provoca protestas violentas y
éstas provocan formas de represión aún más violentas. Se percibe el
avance del terrorismo, que revela niveles muy preocupantes de
desesperación.
No
estamos ya en décadas anteriores en las cuales al menos había
paradigmas alternativos de organización social, así estuvieran llenos de
defectos. La misma corrupción de los modelos socialistas deja profundas
oleadas de desencanto y de desesperanza. Pero lo que más alimenta la
desesperanza es la fatalidad que cada día se afirma más, de que esta
compleja realidad que llamamos mundo, como producto de una articulación
de líneas de fuerza que dominan su meollo y parece lo dominarán por
tiempos muy prolongados, está fatalmente condenada a mantener solo una
pequeña franja de seres humanos que viva en condiciones aceptables,
mientras encuentra cómo deshacerse de las grandes mayorías, las cuales
deben mantenerse excluidas del consumo y del desarrollo humano mediante
las reglas “democráticas” del
mercado.
En
años pasados leímos con estremecimiento aquellas novelas que Erich
Fromm caracterizó como “utopías negativas”, como la de George Orwell
titulada “Mil Novecientos Ochenta y Cuatro”, o la del Aldous Huxley
titulada “Un Mundo Feliz”. En ellas se nos mostraba, en el ámbito de la
ficción, cómo un sistema podía programar a los humanos para que lo
asimilaran y se adaptaran al mismo, exterminando valores que creíamos
que eran los más profundamente humanos. Pero hoy, muchos de los
mecanismos utilizados por el Estado colombiano, siempre con asesoría de
los Estados Unidos, me recuerdan con mucho realismo los horrores de esas
utopías negativas.
Cuando
la tortura, practicada por agentes del Estado, se generalizó en
Colombia en 1979, un grupo cada vez más numeroso de colombianos fuimos
engrosando el movimiento de defensa y promoción de los derechos humanos.
Encontramos en la confrontación entre el derecho interno y el derecho
internacional una vía posible para defender valores humanos
fundamentales que antes habíamos querido defender apoyados más en
movimientos sociales y políticos que fueron demonizados radicalmente por
el Establecimiento. Yo tuve que comenzar a sumergirme en disciplinas
jurídicas que me eran ajenas hasta entonces, y mi esperanza se revistió,
en dimensiones no despreciables, de lucha jurídica. No puedo negar que
tuvimos algunos éxitos: logramos que el Estado colombiano firmara muchos
tratados internacionales de derechos
humanos; logramos modificar muchos procedimientos judiciales; logramos
crear muchos cargos oficiales relacionados con la protección de los
derechos humanos; logramos que organismos internacionales ejercieran
presiones sobre el gobierno con miras a proteger a muchas víctimas, y un
momento importante fue el cambio de la Constitución Nacional en 1991,
pues la nueva Constitución incorporó en su texto la mayoría de los
tratados internacionales de derechos humanos.
Pero
a medida que todo este mundo de las formalidades legales se iba
transformando, la realidad de las violación cotidiana y brutal de los
derechos humanos iba aumentando y derrumbando todas las esperanzas que
se habían revestido de juridicidad. Para mí, la década de los 90, en la
cual ejercí como Secretario Ejecutivo de la Comisión de Justicia y Paz, y
como tal tuve que tramitar la denuncia de millares de crímenes de lesa
humanidad ante los poderes judiciales del Estado, constituyó un
encuentro cara a cara con la ficción jurídica. Fui descubriendo cómo la
impunidad se alimentaba de los dobles discursos y de estrategias
inteligentemente diseñadas para que lo formal no afectara lo real. Por
eso en los últimos años de mi servicio en la Comisión de Justicia y Paz
preferí denunciar a la Justicia misma
como un obstáculo, en lugar de una ayuda, para proteger la dignidad
humana.
En
Colombia ha existido desde mediados de la década del 60 la alternativa
de la guerra, de la solución violenta al conflicto social, representada
por grupos guerrilleros nacidos desde los inconformes y los pobres, que a
pesar de la brutalidad de la represión, no se han extinguido sino que
han crecido. La esperanza que puede encarnarse en un conflicto armado es
una esperanza muy frágil. Toda guerra trae males enormes, y mucho más
una guerra entre fuerzas enormemente desiguales. Por eso desde hace 20
años existen también en Colombia movimientos por la paz, en los cuales
la esperanza se reviste de una solución política y no militar al
conflicto armado, pero son movimientos que en estos 20 años solo han
cosechado frustraciones y desesperanzas. A pesar de que en muchos
discursos se acepta la necesidad de un
cambio urgente de las estructuras económicas, sociales y políticas para
que desaparezca la justificación de la guerra, en las negociaciones
reales solo se busca que el statu quo se preserve incólume.
En
los últimos años la guerra se ha agudizado mucho y ha llegado a
producir destrucciones y traumas muy profundos en la sociedad. También
la modalidad de guerra que vivimos destruye profundamente la esperanza.
No es fácil entender la lógica de esta guerra, ya que la lectura
predominante es la del Establecimiento, dueño de los medios masivos de
“información”. La comunidad internacional ha canalizado sus esfuerzos de
paz hacia Colombia a través de dos consignas centrales: convencer a los
dos polos de la necesidad de una solución política negociada, en lugar
de una solución militar del conflicto, y urgir la aplicación del Derecho
Internacional Humanitario. Estas dos consignas, que se ven tan justas
en su formulación abstracta, cuando se llevan a los terrenos concretos
se parcializan, porque los
mediadores se niegan a entender las realidades crudas que han motivado
la guerra y porque se niegan a entender que una guerra entre fuerzas
enormemente desiguales no puede someterse a las mismas normas
humanitarias de las guerras entre fuerzas relativamente equilibradas. En
otras palabras, como en la mayoría de las guerras, se revela al mismo
tiempo un profundo conflicto entre la lógica de la eficacia, por un
lado, y la ética y el derecho, por otro.
Pero
lo que hace más insoluble el problema de la guerra en Colombia es que
el Estado, asesorado por los gobiernos de los Estados Unidos, creó desde
los años 60 un instrumento para degradar la guerra sin medida, como es
la estrategia paramilitar, que implica cuerpos de civiles armados que
actúan como brazo clandestino del ejército oficial, diseñados para
traspasar todas las barreras jurídicas y éticas de la guerra con el fin
de garantizar su eficacia. La lógica de este instrumento ha llevado
necesariamente a que la población civil se vea cada vez más involucrada
en la guerra y a que los métodos de terror dominen cada vez más el
desarrollo de la guerra. Y lo que hace más insoluble un conflicto así,
es que esa misma lógica obliga a crear lenguajes ficticios en que el
Estado tiene que hacer jugar el rol
de “actor independiente” al paramilitarismo para poder legitimarse ante
la comunidad internacional, y el Estado colombiano, inmerso en una
esquizofrenia inveterada, ha jugado magistralmente ese papel.
Cuando
nuestra esperanza se ha revestido de verdad; cuando hemos concentrado
nuestros esfuerzos en poner al menos nuestra realidad cruda ante los
vista de nuestros compatriotas y de la comunidad internacional, con la
confianza en que la sola visión desnuda de lo que ocurre despertará los
sentimientos y dinamismos más genuinamente humanos para oponerse a la
injusticia, entonces nos encontramos cara a cara con otra de las líneas
de fuerza que caracteriza este mundo moderno en que estamos inmersos: el
poder manipulador de los mass media, que ligado como está a los grandes
conglomerados del capital, oculta y selecciona, tergiversa y manipula,
demoniza y sacraliza, de acuerdo a intereses inconfesables. Se ha
llegado incluso al extremo de exhibir como “mártires de la verdad” a
quienes murieron bajo la violencia
desesperada de las víctimas de sus mentiras.
Cuando
nuestra esperanza se ha revestido de autonomía y hemos soñado
ingenuamente que al terminarse la “guerra fría” habría desaparecido el
esquema de los bloques hemisféricos de poder y que los Estados Unidos ya
no tendrían tanto temor a la infiltración ideológica de una potencia
enemiga en su “patio de atrás”, terminando, por lo tanto, de bloquear
nuestros esfuerzos de autodeterminación y de búsqueda de una mayor
justicia social, también esta esperanza se derrumbó. Cuando desapareció
el fantasma del “Comunismo”, rápidamente los Estados Unidos diseñaron un
nuevo pretexto: el del narcotráfico, para controlar de cerca todo
movimiento de transformación social. Y a pesar de haber montado un
discurso sobre el narcotráfico lleno de incoherencias y de mentiras, la
comunidad internacional se
lo ha creído y apoyado. El “Plan Colombia” es un proyecto de
intervención política y militar que se apoya en ese discurso lleno de
falsedades.
Frente
a todo este derrumbe de los revestimientos de la esperanza es lógico
que uno se encuentre con muchas manifestaciones de desesperanza.
No
puedo dejar de recordar una reflexión compartida con un grupo de madres
de desaparecidos en Buenos Aires, Argentina, cuando desde un balcón
observábamos una manifestación de campaña electoral en un contexto en
que todos los candidatos eran de derecha. En ese momento percibimos cómo
se concretaba uno de los efectos más terribles de la dictadura: el
haber eliminado a toda una generación ideológica y haber condicionado
por el terror las opciones políticas de la generación siguiente, quizás
predominantemente en niveles inconscientes. Era forzoso reconocer allí
el éxito de la barbarie y su poder de diseño del futuro.
En
Colombia constantemente me encuentro con antiguos militantes que solo
pueden sostener unos escasos minutos de conversación luego del saludo,
por el temor a hablar de su inserción actual dentro del sistema
dominante. Hay ocasiones en que el tema surge penosamente, casi con la
necesidad de una catarsis, y entonces va apareciendo el dilema
existencial que los sigue atormentando en secreto, entre arruinar la
vida, sometiéndola al riesgo permanente y a la persecución abierta o
velada, en función de esperanzas que siempre se derrumban, o tratar de
vivir con un mínimo de tranquilidad, así sea silenciando los valores en
los que antes se había creído con la más profunda de las convicciones.
No pocas veces se expresa esto como tributo al “realismo” y a la
“sensatez”, reconociendo que el mundo está
dominado por poderes adversos a la justicia y a la razón.
También
me he encontrado muchos casos opuestos: aquellos que arruinan su vida
conscientemente; que la someten a los riesgos más extremos; que
renuncian a toda estabilidad familiar y social, y asumen compromisos que
están seguros que los llevarán a la muerte en plazos muy breves. Y no
pocos de estos lo hacen sin esperanza; con la seguridad de que su lucha y
la ofrenda de su vida no va a cambiar en nada la situación, porque los
poderes contra los cuales se enfrentan son monstruosamente superiores,
pero sienten que la única forma de ser fieles a sí mismos es destruirse
pronunciando un “NO” rotundo frente a este mundo inaceptable, y tratando
de destruir lo que más puedan de ese mundo antes de morir. Aquí se
explica una de las formas del terrorismo actual, casi la única que
nuestra sociedad percibe y
señala con dedo acusador, pues el terrorismo de Estado ya casi no se
percibe en el mundo de la opinión pública.
Estas
realidades existenciales están incidiendo mucho hoy en el desarrollo de
la guerra en Colombia. En algunos círculos intelectuales se está dando
un debate sobre si es ético, o no, comprometerse en una guerra que no
puede ser ganada, aunque se apoye en razones justas. Unos, invocando la
“ética de la responsabilidad” como la define Max Weber, afirman que no
es lícito apoyar una guerra que solo trae destrucciones y sufrimientos
pero no aporta ninguna esperanza de éxito. Otros, apelando a la “ética
de la convicción” como la define el mismo Max Weber, afirman que la
esperanza de éxito no puede ser el criterio fundamental para participar
en una guerra sino la justicia intrínseca de su causa. En todas las
guerras se da un conflicto profundo entre la eficacia y la ética, entre
los fines y los
medios. Pero aquí se plantean desafíos muy radicales a la manera como
asumimos la esperanza. Parece que la esperanza está ligada de alguna
manera a la previsión de un éxito o de una recompensa futura.
Muchos
se preguntan si la ausencia de esperanza de éxito no deja otra salida
que aceptar la situación actual como imperativo ético, ya que intentar
cambiarla solo aportaría fracasos acompañados de sufrimientos. Y
desafortunadamente esa ausencia de esperanza de éxito es cada vez más
evidente, dados los medios cada vez más poderosos en los que el statu
quo se afianza.
Yo
me he preguntado muchas veces si acaso las encarnaciones de la
esperanza no están todas demasiado ligadas y condicionadas por el factor
del éxito y de la recompensa.
La
teología cristiana de la esperanza se ha construido durante muchos
siglos rodeando de éxito y de recompensas los bordes finales de la
existencia histórica del individuo; llenando de atractivos el Cielo que
vendrá después de la muerte, cuyas gratificaciones se dibujan como
inversamente proporcionales a los sufrimientos y privaciones de la
existencia terrena.
La
ideología política de la esperanza se apoya en un esquema idéntico al
anterior. La misma secuencia de sufrimiento / recompensa se afirma allí,
aunque en lenguajes secularizados, y quizás esa necesidad ideológica de
consolidar la imagen del cielo secular de las revoluciones triunfantes,
que concretice el éxito y la recompensa de los que antes invirtieron en
sufrimientos y riesgos, es lo que más corrompe las revoluciones
triunfantes y las convierte en un mecanismo de reproducción de las
injusticias contra las cuales antes se sublevaron.
Pero
yo me he preguntado cómo podríamos desligar la esperanza del factor del
éxito o de la recompensa que actúan como su dinamismo impulsor. Todas
estas crisis de esperanza nos obligan a veces a volver a mirar el
Evangelio desde otras perspectivas y a descubrir en él dimensiones
inéditas.
Muchos
teólogos, durante varios siglos, han dibujado a Jesús predicando un
“Reino de los Cielos” pletórico de recompensas patronales, al cual se
accede después de la muerte. Otros teólogos más modernos lo han dibujado
más bien predicando un “Reino de Dios” como utopía social e histórica,
al cual se accede cuando se asumen comunitariamente los valores que se
descubren con mayor autenticidad y espontaneidad en el corazón de los
humanos, y cuando se derrumban las convenciones históricas producidas
por el egoísmo. Una corriente contemporánea de teólogos ha optado por un
punto de partida poco clásico, que es la reconstrucción histórica
posible de Jesús de Nazareth como campesino judío del siglo primero,
sumergido en la materialidad de su momento histórico y reaccionando
humanamente frente a
él, poniendo entre paréntesis su divinidad hasta poderla reconstruir
como lectura de sentido elaborada por quienes asumieron sus valores,
dotándose así de un blindaje frente a todos los señoríos
deshumanizantes.
En
esta última corriente hay lecturas que desafían y desestabilizan
nuestras comprensión clásica de la esperanza. Los relatos de la muerte
de Jesús, reinsertados en la materialidad de su momento histórico, la
presentan como un rotundo fracaso, sobre cuya oscuridad se construye,
quizás en varias décadas, la profunda teología de la resurrección. Y en
el clímax narrativo de ese fracaso se retoma el primer versículo del
salmo 22 que para muchos no deja de tener un efecto escandaloso cercano a
la blasfemia: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?”. En esta
teología no hay una respuesta de Dios que penetre la materialidad
histórica del fracaso para transformar o amortiguar su crudo realismo de
fracaso. Las respuestas divinas serán elaboradas en otro nivel que es
el de la fe, y en ellas no
dejará de percibirse siempre el dinamismo que las alienta, que es el
que se esfuerza por penetrar en la cara oculta del fracaso. Algunas de
estas lecturas se atreven a señalar que Jesús prefirió morir registrando
una dolorosa ausencia existencial de Dios, antes que morir traicionando
alguno de los valores por los cuales se jugó la vida, los cuales lo
llevaron, sin duda ninguna, al fracaso conmovedor de la cruz.
En
esta teología se desvanece aquella imagen de la esperanza ligada
inexorablemente al éxito y a la recompensa, y hay que comenzar a
elaborar una comprensión de la esperanza relacionada más bien con el
fracaso. Y no hay duda de que tal comprensión de la esperanza exigirá
también la muerte de muchas imágenes de Dios; imágenes atadas a la
lógica existencial del éxito y de la recompensa.
Yo
me atrevería a caracterizar esta reconfiguración de la esperanza que
aquí se insinúa, como una adhesión existencial a valores autovalidantes,
o sea, a utopías y proyectos que no extraen su valor de la garantía, de
la proyección o de la promesa de éxito o de recompensa extrínseca que
conllevan, sino que valen por sí mismos y tienen un poder gratificante
intrínseco que puede convivir perfectamente con el fracaso sin por eso
destruirse.
No
ignoro que esta comprensión de la esperanza no cabe en nuestra cultura
occidental. El ser humano configurado por nuestra cultura, como lo
señala Erich Fromm en el Arte de Amar, “experimenta su energía vital
como una inversión de la cual debe obtener el máximo lucro, teniendo en
cuenta su posición y la situación del mercado de la personalidad (...)
Su finalidad principal es el comercio ventajoso de sus destrezas, de sus
conocimientos y de sí mismo como ‘bagaje’ de personalidad”. [2] Todas
nuestras estructuras e instituciones educativas, recreativas,
económicas, sociales y académicas están basadas en esa centralidad del
éxito, como causa eficiente y final de la energía vital, a lo cual
tampoco escapa la religión: Fromm añade: “la creencia en Dios se ha
convertido en un recurso psicológico
cuya finalidad es hacer al individuo más apto para la pugna
competitiva” (ibid.) No hay duda de que el cristianismo se ha adaptado
profundamente, durante siglos, a este patrón cultural y por ello
tendríamos que hacernos demasiada violencia para separar la esperanza
del éxito que ha sido su suelo nutricio.
Una
esperanza que pueda convivir con el fracaso, dirían no pocos, se
convierte en una esperanza melancólica, despojada de la alegría y el
entusiasmo que se han considerado como sus notas concomitantes. No hay
más remedio que aceptar este veredicto que sin embargo queda atrapado en
nuestros patrones culturales de una alegría y un entusiasmo
profundamente amalgamados también con el éxito.
Un
cristianismo contra-cultural, como creo que sería el más auténtico,
tendría que beber más en los patrones de las culturas subterráneas de
los excluidos, casi siempre encriptados bajo revestimientos culturales
equívocos, que les permiten sobrevivir bajo la cultura dominante, pero
que apuntan a contra-valores que apenas asoman bajo fuertes capas de
censuras. Yo me he preguntado, por ejemplo, por qué la muerte violenta
tiene tanta densidad ritual y festiva, aunque se tenga que revestir de
tantos símbolos negativos que la hacen aceptable entre los patrones
culturales dominantes. Nunca hemos logrado que la celebración de la
Pascua compita en densidad festiva con los Viernes Santos, a pesar de
que la Pascua ritualiza con exhuberancia un éxito sublime, que trata de
hacer esfumar la pesadilla de fracaso del
Viernes Santo. ¿Qué ceremonia podrá superar el entusiasmo trágico de
los funerales de los Kamikazes palestinos?
Hay
alegrías que se revisten de tristeza. Hay entusiasmos que se revisten
de tragedia. No es fácil subvertir estructuras mentales configuradas por
la centralidad del éxito.
En
toda esta densidad festiva de la tragedia parece ocultarse algo que no
puede expresarse de otra manera en la cultura dominante, y es la
convicción profunda de que es preferible sufrir la injusticia que
participar en la injusticia, aunque lo primero tenga todas las
connotaciones negativas del fracaso en la cultura dominante y lo segundo
esté asociado a todos los éxitos y alegrías de la cultura dominante.
Esta
convicción la expresa un escritor marxista checo, Milan Machovec, en su
hermoso libro “Jesús para ateos”. Allí afirma que “un ateo que asume
seriamente, hasta la muerte, la vida y el esfuerzo por el movimiento que
ama, sin cinismo y sin reservas oportunistas, puede muy bien admitir
que el momento en que Pedro descubrió que Jesús era todavía vencedor,
aunque solamente hubiera precedido una desoladora y concreta muerte en
cruz, ha sido uno de los momentos más grandes de la humanidad y de la
historia”. [3]
Pero
para descubrir esto es necesario tomar conciencia de que la mayoría de
las alegrías, éxitos y triunfos de nuestra cultura dominante están
asociados a la injusticia, y de que la construcción de la justicia está
ordinariamente asociada al fracaso y al sufrimiento, aunque posea el
máximo poder gratificante en un Evangelio contracultural.
Solo
quiero señalar con esto último que los pozos donde bebe la
contracultura son pozos profundos, y no es fácil sumergirse en esos
socavones.
Texto de Javier Giraldo M., S. J. Ponencia
en el Encuentro sobre la Esperanza, organizado por el Centro de Acogida
“Ernesto Balducci”, en los 10 años de la muerte del Padre Ernesto
Balducci. Pozzuolo dei Friuli, Zugliano - Udine, Italia - Septiembre de 2002
Notes
[1] FROMM, Erich, “La Revolución de la Esperanza”, Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 2000, pg. 21
[2] FROMM, Erich, “El Arte de Amar”, Paidos, Barcelona, pg. 103
[3] MACHOVEC, Milan, “Jesús para ateos”, Sígueme, Salamanca, 1976, pg. 39.