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domingo, 21 de agosto de 2011

¿Por qué no nos indignamos?

¿Por qué la gente no salió masivamente a marchar contra la corrupción? 
¿Por qué la gente no participa y expresa su rechazo? 
¿Por qué solamente Mockus, Petro y Luna marcharon del lado de la sociedad civil contra la corrupción? 
¿Por qué no estaban en la marcha, masivamente, las víctimas de la corrupción en Bogotá que somos todos los que la habitamos?  
¿Por qué la gente en Bogotá no se inventó un paseo de ciclovía y, disimuladamente, participaba en la marcha? 
¿Por qué no estaban en la marcha, aunque sea en calidad de ciudadanos, Representantes, Senadores y funcionarios que la combaten? 
¿Por qué los medios de información no promovieron la marcha contra la corrupción como cuando promovían las manifestaciones contra el secuestro? 
¿Por qué la gente que en redes sociales promocionó y apoyo la marcha no salió? 
¿Por qué los medios no están del lado de la sociedad civil?
¿Por qué es tan dificil entender que los resursos públicos son sagrados, nospertenecen a todos y debemos defenderlos? ¿Por qué los jóvenes colombianos no se indignan ni en domingo? 
¿Por qué conocidos columnistas de opinión que se indignan en sus columnas (de papel) y comentaristas de especiales de televisión no salieron a marchar junto a los demas mortales ciudadanos? 
¿Por qué no salieron los actores, los maestros, los estudiantes, los empleados, las familias indignadas? 
¿Por qué no nos indignamos?

La caminata que hicieron desde la calle 72 hasta el Parque de la Independencia Antanas Mockus y Gustavo Petro no tenía ningún propósito político, aunque el rédito quizas les signifique algo. Estaban solos, sin asesores o consuetas que les indicarán que hacer o que decir. Trataron hasta lo imposible de pasar desapercibidos, pero la realidad, es que eran los dos únicos personajes y del ámbito de la política presentes. 

Mockus y Petro estaban también indignados, por eso caminaron junto a una exigue ciudadanía indignada. 

El primero ha procurado que los ciudadanos en Bogotá y en el país comprendan que los recursos públicos son sagrados, que No Todo Vale, y que, por tanto, debemos protegerlos, respetarlos e indignarnos cuando los mismos son botín de asalto de aparecidos que fungen y fingen ser políticos.

Al segundo nunca le ha temblado la voz para develar la corrupción de la ciudad. Señaló con natural valentía nombres y apellidos de sus responsables. No solo tiene autoridad moral sino convicción para marchar muy indignado también.

No fuimos muchos los que salimos a expresar nuestra indignación en la “Marcha de los Antifaces21 Ag” que se desarrolló hoy en algunas ciudades de esta colombianada de país. Una iniciativa que lideró el ciudadano Gustavo Bolívar [@Gustavobolivar], punto de partida para que como dice él, hoy renazca la esperanza por un país digno y honesto.

Siempre saldré a expresar que estoy indignada por la corrupción, el crimen, la desigualdad y la injusticia. Seré la voz de los que no tienen voz, pero también, por qué soy esclava de mis principios.

El único actor que estuvo de principio a fin del recorrido fue Gregorio Pernia. Los demás no dieron un paso después de que las cámaras registraran su puntual asistencia. Desaparecieron. La farándula no marchó contra la corrupción. 

Estas son algunas imagenes de la Marcha de los Antifaces21 Ag.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 Fotos by Bunkerglo. Copyright. 

jueves, 18 de agosto de 2011

Galán y el Día Nacional de la Democracia

Foto el Día Contra la Impunidad 
Mayo 18 de 2006 - Plaza de Bolívar
Han pasado 22 años desde ese viernes 18 de agosto de 1989. Recuerdo ese día como si fuera ayer. 

Toda esa sangrienta década es imborrable y dolerá siempre en mi vida. 

Morir en Colombia es inútil sino es por vejez. Y la de Galán fue eso, una muerte inútil. También su lucha. 

El señaló el punto de no retorno en la guerra contra el narcotráfico, pero como en la lucha contra la guerrilla de las FARC, todo ha sido en vano. Nada ha cambiado en estos 22 años de su ausencia. 

Tal vez no es tan cierto que a los hombres se les puede eliminar, pero a las ideas no. Después de Luis Carlos Galán no ha habido una persona, un líder que continuará ese urgente despertar de conciencias por el cuál fue asesinado. 

Ese enemigo claro para él, el narcotráfico, se tomó el Estado y destrozó la sociedad y su cultura. Para eso creó su propio ejército y para-ejército con la ayuda de gobernantes, funcionarios y empresarios socios, cómplices y complacientes con una barbarie que no terminó con su muerte. Sus ideas fueron eliminadas. 

Somos el país mafioso que soñó Pablo Escobar. Abatieron unos capos y se erigieron otros. Se reproducen como ratas. Por esto las armas nunca serán monopolio del Estado. 

Pero la verdadera lucha de Luis Carlos no era contra el narcotráfico. Menos contra Escobar. Su pelea de fondo era contra la corrupción, la ilegalidad, la inmoralidad pública. La crisis moral de los años 80 que es la misma de hoy. Tenía claro que #NoTodoVale

Antes de él y después de él esos “nuevos ricos” políticos, empresarios y militares han impuesto políticas y gobernantes, tal como ocurrió en el reciente proyecto narcoparamilitar del expresidente quehoy declara ante la Comisión de Acusaciones (absoluciones) de la Cámara

Tenía razón Galán cuando dijo que “cada quien piensa que el problema le es ajeno, y no comprende que tarde o temprano las consecuencias nos llegarán a todos”. Y nos llegaron. Temprano y tarde también.

El "día del no carro" en febrero pasado, caminando por Bogotá, me topé con Galán. Digo, con uno de sus monumentos, sin duda, el más contrahecho y feo de todos. Lo encontré en un sendero oculto por la zona de El Salitre. Me detuve a observar ese espantoso adefesio.  

Galán: ¡Si supiera todo lo que pasó después de su asesinato! Exclame sin temor, pero por sus miradas inquietando a los pocos y presurosos transeúntes. 

Ahí estaba el Líder inmolado. Inmóvil y plantado en su camuflaje de hollín en medio del camino peatonal. 

Un poco de prisa, -para no quebrantar el undécimo mandamiento: no dar papaya-, traté de hacerle un recuento rápido de lo que había ocurrido en su ausencia. 

Galán, le dije, me apena mucho comentarle que el país sigue igual o peor de cómo lo dejó a la fuerza… 

El crimen y la corrupción del Estado es más sólido y repugnante... 

Acabamos de salir del más indigno, criminal y corrupto de los gobiernos... 

Las autodefensas se llamaron después paramilitares y hoy son BACRIM… 

Los paracos salieron con pancartas a marchar contra las FARC al lado de sus propias víctimas… 

El mismo perro pero con distinto collar. Siguen haciendo lo mismo: asesinar... 

Por eso somos el segundo país con mayor migrantes internos [personas en situación de desplazamiento] del mundo… 

El narcotráfico ya no elimina “estorbos” porque no lo necesita, lo resuelve llenando las arcas del que sea... 

Se tomaron el Estado con la ayuda de más de uno… 

Ernesto Samper, finalmente, fue presidente pero con la ayuda de los "8.000" narcos... 

Los niños, las niñas y las mujeres siguen siendo víctimas del conflicto armado… 

El país colapsa en la corrupción más inimaginable de su historia… 

Paramilitares en marcha contra el secuestro
Bogotá 4 de febrero de 2008
Sobre su asesinato es poco lo que puedo decirle, pero lo más importante es que fue el Estado y por eso fue declarado crimen de lesa humanidad porque, como lo advirtió mi colega Irma Londoño, y nadie le creyó, en el primer consejo de redacción (del Telenoticiero del Medio Día con la información desde...) al día siguiente de su muerte, el director del DAS Miguel Maza Márquez es el responsable. Seguro será llamado a juicio por eldelito de homicidio con fines terroristas.

Marcha nocturna, Bogotá Mayo 21 de 2010
Mientras permanecí en el lugar vinieron a mi memoria muchísimos momentos de dolor y desolación, lugares y rostros y nombres. Pensé en Iván Marulanda y Carlos Ossa Escobar. 

El primero, porque en calidad de jefe del directorio del Nuevo Liberalismo en Antioquía, fue quien alertó a Galán sobre el interés de Escobar, a través de interpuesto “político”, de apoyar su candidatura a la presidencia. 

El segundo, porque como director del INCORA, Ossa también tuvo el valor de denunciar a través de un mapa territorial, cómo el narcotráfico se había apoderado de buena parte del país adquiriendo millones de hectáreas de tierras. 

En el día sin carro suele hacer sol, lo que anima a caminar la ciudad. 

Pensé que Galán nunca imaginó que tal cosa pudiera pasar en Bogotá: que no saliera un solo auto particular y que el Alcalde y algunos ministros se desplazaran a sus lugares de trabajo en bicicleta. 

Que la ciudad estuviera al borde de colapsar por la más increíble y descarada corrupción. Me marché sin hablarle sobre “ese clamor nacional” llamado paz. 

Tampoco de las personas en situación de secuestro. ¿Cómo resumir 22 años de indolencia? Antanas Mockus me recuerda a Luis Carlos Galán. 

Los dos tienen en común un sincero afán de instaurar una nueva manera de hacer política. En ser honrados. 

Para Galán el No Todo Vale de Mockus era su clamor de despertar la conciencia de la gente, para que todos nos atreviéramos a denunciar a la mafia de la droga, al narcotráfico. 

Pero estaba solo. 

Como se quedó sólo Mockus en el PV. La mafia ya había permeado todos los sectores de la sociedad hiriendo profundamente la vida ética y moral de nuestra siempre, endeble nación y d e m o c  r a c i  a. 

En el cuarto aniversario de su asesinato, el Gobierno Nacional consagró el 18 de Agosto como el Día Nacional de la Democracia (Decreto 1583 de 1993), como una forma de “convivencia y participación en la vida cotidiana”, y porque “Colombia se reconoce en la historia republicana de Latinoamérica como la democracia más antigua y estable”, se señala en el Decreto.

Pero, "no hay democracia si no se entiende la Nación como una misión colectiva, un compromiso de todos", advirtió Galán. Pese a que su empeño fue el de renovar las costumbre políticas y formar en educación ciudadana al país, el programa de Educación en Democracia de Colombia creado en su Memoria hace 18 años, aún tiene mucho por recorrer, aprender y construir a juzgar por la evidente intolerancia que se expresa en los millones de personas víctimas de la criminalidad de colombianos armados, y del mismo Estado. 

Galán sabía que no había democracia sin medios libres. Así lo corroboró el periodista polaco Ryszard Kapuscinski, corresponsal de muchas gerras, durante el Foro Internacional “Gobernabilidad Democrática y Periodismo en la Coyuntura Política Colombiana”, evento que tuve el privilegio de organizar para el Instituto Luis Carlos Galán al conmemorarse once años de su muerte en agosto del 2000.

Ahora que concluyo esta nota me quedo con la sensación de que, así como su asesinato sigue impune, la tarea de formación en democracia y ciudadanía en Colombia sigue siendo un compromiso pendiente. Aún así, sus palabras, como un mantra, seguirán siendo guía para la vida social de esta colombianada de país:  

  "Por la libertad, Por la justicia, Por la democracia, Por la paz. Siempre adelante ni un paso atrás. Y lo que fuere menester, sea”. 

Luis Carlos Galán  durante estos 22 años solo se perdió,seguramente, el placer de vivir a sus hijos y a sus nietos. 

Aviso en la Escuela Superior de Artes Dramaticas de Bogotá ESAB
 Fotos by Bunkerglo.

sábado, 13 de agosto de 2011

Lustrando la Memoria de Jaime Garzón


En la antesala de la justicia. Como le gustaba. Como quería. Resguardado por la Ley y la Justicia. Con toda la fuerza de su palabra, de su humor, se su risa. Creo que no hay otro colombiano que sea recordado con tanta pasión, amor y respeto y su memoria expuesta con mayúsculas como Jaime Garzón (1960-1999).

El Museo de Arte Contemporáneo del Minuto de Dios donó la Caja de Lustrar itinerante de casi 3x3 metros cuadrados de Heriberto de la Calle, uno de los personajes más populares que concibiera Jaime Garzón y, quizás, el de mayor simbología por el contenido ético, político y social de sus muchas conversas. 

Dos jóvenes estudiantes de sociología de la Universidad Santo Tomas se ocupan de darle carácter a la instalación. No sobrepasan los 22 años. Tenían 10 años cuando Jaime Garzón fue asesinado. “Yo lo descubrí en el colegio, en las clases de sociales y ya después en la universidad”, dice ella.   

Los dos están desde muy temprano en Plaza de Bolívar expresando su sentir y pensar sobre Garzón. Traen las siluetas para, en esa enorme caja de lustrar, ilustrar la historia de “ese man que fue un tenaz y hablaba de verdad verdad y con la verdad. Nadie desde cuando lo mataron habla como él, dice las cosas como son..."

La gente se acerca, mira, se consterna y exclama ante los objetos intervenidos por artistas plásticos de distintas partes del país, porque “el cuento es la Memoria”. Herida, dolor, desconcierto. Las Cajas de Lustrar o de embolar hablan, recuerdan el humor que no tenía nada de gracioso, pero que se convirtió en la carcajada y el bien común más apreciado por su capacidad de transformarse en resistencia pura ante la tragedia de una realidad cruel.
 
Todo lo de Garzón era potencia. Dinamita pura. Nos acompañó a rebelarnos, a burlarnos a no dejar que sintiéramos la derrota ante el cinismo, la corrupción, el asesinato. ¡Que falta nos ha hecho!, especialmente, durante los ocho años de oscurantismo criminal! Él lo sabía. Siempre lo supo. Lo vio venir. Y pasó.

"No fue solo que mataran a alguien que nos hacía reir, sino al alguien que decía la verdad. Y en esa medida, la voz que el tuvo fue fundamental para ejercer una labor periodística ejemplar. Una labor periodística encaminada a fiscalizar a los poderosos, a burlarse de los poderosos, a ir a contrapelo del poder que es lo que creo debe ser el buen periodismo, y sobre todo, que es lo que debe aportarle a la sociedad el humor. Hay como una especie de elemento de subversión que tiene el humor y que hace que sea fundamental para una democracia. Ese elemento Jaime lo tenía como ninguno otro. Yo no creo que en mi generación haya habido un maestro superior a Jaime Garzón. Creo que es la luz de una generación entera que aprenidó con él a querer a su paíz, a trabajar por la paz de su país, a burlarse de su país", expresó Daniel Samper Ospina.

La Fundación Cultural Rayuela está detrás de este ejercicio de Memoria. Empezaron hace ocho años con una primera exposición en Barranquilla. Han recorrido gran parte del país, porque “el cuento es la Memoria”. La próxima semana la intervención Jaime Garzón estará en la Universidad Javeriana y en septiembre en Ibagué.

Para lustrar la Memoria pretende lustrar doblemente la memoria. La de Jaime Garzón y la de todas las víctimas, para que no olvidemos, para que no sufran esa otra muerte que es el olvido, me dice Mónica Rueda, una de las personas que en Rayuela se han propuesto a que no olvidemos a las víctimas. 

El asesinato de Jaime Garzón sigue IMPUNE pero su legado está intacto en mi generación y también en las que han venido. Su muerte no fue en vano.  El era de esos periodistas que tanto quería y describía Ryszard Kapuscinski: un buen ser humano.


Esto fue lo que vi hoy en la antesala de las Cortes en Plaza de Bolívar.


  
 

 Fotos by Bunkerglo

martes, 9 de agosto de 2011

Pido un perdón público por el crimen cometido contra el Senador Cepeda Vargas

Renuevo mi saludo a los familiares del Senador Manuel Cepeda Vargas que se encuentran presentes en este acto público de reconocimiento de responsabilidad internacional del Estado colombiano, que se realiza en  cumplimiento de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos proferida el 26 de mayo de 2010.


Señoras y señores:


Colombia se enfrenta en la actualidad a uno de sus más grandes retos: la  reivindicación de la memoria y la vida de todas aquellas personas víctimas de  la violencia, originada en variadas causas y con funestas consecuencias que  recaen en el Estado, la democracia, la sociedad y en sus familias.


Esta reivindicación exige al Estado la búsqueda de alternativas que permitan la reconciliación y el perdón y, por sobre todas las cosas, el hallazgo definitivo de una paz duradera.


Nuestra historia marcada por episodios de violencia y amargura, no ha logrado  empañar el anhelo ni obstruir ciertamente el trabajo incansable de mujeres y  hombres valiosos en el terreno de la democracia, que hasta con su vida, han  defendido sus ideales y principios políticos y han procurado el ejercicio de los derechos y las libertades propias, y de los otros.


El Senador Manuel Cepeda Vargas fue uno de ellos; a quien su vida le fue  segada en medio de lo incomprensible de la violencia. 


Hoy, hace 17 años, la sociedad y, en particular los partidos políticos, la Unión  Patriótica y el Partido Comunista Colombiano, lamentaron la pérdida del  Senador Cepeda Vargas: un hombre que defendió incansablemente sus ideas  y los valores democráticos, y que a su vez, me es preciso enfatizar, se destacó  notablemente por su férreo carácter de luchar por sus más profundas  convicciones políticas.


El asesinato de Manuel Cepeda Vargas se produjo el 9 de agosto de 1994, en  la ciudad de Bogotá, y en momentos en los que se desplazaba desde su  vivienda hacia el Congreso de la República. En aquella época ostentaba la  condición de Senador en representación del partido político Unión Patriótica,  luego de haber ejercido la investidura como Representante a la Cámara entre 1991 y 1994.


Diversas decisiones judiciales en el orden nacional y la sentencia proferida  contra el Estado colombiano por parte de la Corte Interamericana de Derechos  Humanos por los hechos de este caso, constataron que el homicidio contra el Senador Cepeda Vargas:

Fue cometido por agentes estatales, es decir desde el Estado mismo, y en conjunto con miembros de grupos paramilitares.


Esta acción repudiable y vergonzosa truncó el proyecto de vida del hombre público que era el Senador: un líder político y un miembro activo de la Unión Patriótica y el Partido Comunista Colombiano.


El Juzgado Tercero Penal del Circuito Especializado de Santafé de Bogotá subrayó, al momento de proferir condena contra personas que participaron de los hechos, que el móvil del homicidio de Manuel Cepeda Vargas fue su militancia política de oposición, expresada en su labor como dirigente activo de la Unión Patriótica y el Partido Comunista Colombiano, en sus actividades en el Congreso de la República y en sus publicaciones como comunicador social.


Estos hechos lamentables tienen una connotación vergonzante y a ello debe agregarse lo expresado también por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en la sentencia ya referida, en el sentido de que la ejecución del Senador Cepeda Vargas: “[Fue] cometida en el contexto de violencia generalizada contra miembros de la Unión Patriótica, por acción y omisión de funcionarios públicos”. 


Un Estado como el nuestro, no debe ni puede permitir la repetición de hechos similares, y por tanto, este acto debe entenderse como una forma de evocar su memoria y una forma de decirle a la sociedad en su conjunto, que quienes hoy hacemos las veces de voceros del Estado colombiano, repudiamos cualquier acción violenta contra un ciudadano, y aún más, cuando ésta es cometida con participación o consentimiento de agentes estatales.


En nombre del Estado de Colombia, en representación del Gobierno Nacional, y en mi condición de Ministro del Interior y de Justicia, pido un perdón público por el crimen cometido contra el Senador Cepeda Vargas. Mis condolencias más sinceras a sus hijos, al Representante Iván Cepeda Castro y a María Cepeda Castro, a Claudia Girón Ortiz, a sus hermanas María Estella, Ruth y Gloria María Cepeda Vargas, a su hermano Álvaro Cepeda Vargas, a los demás familiares aquí presentes y a los familiares fallecidos Olga Navia Soto y Cecilia Cepeda Vargas. 


Este execrable crimen causó la violación de los derechos a la vida, a la integridad personal, a la honra y a la dignidad, a la libertad de pensamiento y expresión, a la libertad de asociación y a los derechos políticos del Senador.


También hoy, y en representación del Estado, reconocemos que la justicia tardó un tiempo, más allá de lo razonable en adelantar la investigación, e incluso hoy, se desconocen con precisión las circunstancias y los autores intelectuales que participaron en estos hechos. Por sí solos, tales acontecimientos constituyen violaciones de los derechos a las garantías judiciales y a la protección judicial en perjuicio del Senador Cepeda y sus familiares, quienes a su vez, fueron víctimas de la violación de sus derechos a la integridad personal, protección de la honra y la dignidad y el derecho de circulación y residencia, todos ellos reconocidos en el texto de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.


Este conjunto de circunstancias deplorables hacen imperioso que hoy, tras cumplirse 17 años del homicidio del Senador Cepeda Vargas, debamos reconocer la responsabilidad del Estado colombiano por la acción de sus agentes y por la omisión de no haber otorgado la protección suficiente, en su momento.


En este recinto, y ante ustedes honorables asistentes, el Estado expresa su solidaridad con los familiares, amigos y copartidarios del Senador Manuel  Cepeda Vargas. Así mismo, quisiera reiterar nuestra solidaridad con las víctimas de la violencia en Colombia.

El Gobierno Nacional, actúa bajo la convicción de que sólo sus acciones y decisiones serán legítimas en la medida en que estén fundadas en el respeto absoluto de los derechos humanos y las libertades fundamentales.


Un Estado como el nuestro, no puede permitir la repetición de hechos similares. En este contexto, este acto se entiende como una forma de decirle a la sociedad que estas acciones violentas contra todo ciudadano deben ser repudiadas. En este caso, el ciudadano es Manuel Cepeda Vargas.


Hoy decimos: Nunca más. Ese es nuestro compromiso inquebrantable.

Muchas gracias.


Este texto fue leído por Germán Vargas Lleras, Ministro del Interior y en nombre del Gobierno de Juan Manuel Santos, en RECONOCIMIENTO PÚBLICO DE RESPONSABILIDAD DEL ESTADO COLOMBIANO EN EL ASESINATO DE “MANUEL CEPEDA VARGAS”.
Agosto 9 de 2011, 5 pm. Senado de la República

martes, 2 de agosto de 2011

¿Qué paso con la Placa Conmemorativa?


Para conmemorar el Sexagésimo Aniversario de la Declaración de los Derechos y deberes del Hombre y, además de la creación de la OEA,  el despacho del suspendido Alcalde de Bogotá con el apoyo del Instituto Interamericano de Derechos Humanos, organizaron una actividad académica en el Salón Gonzalo Jiménez de Quesada de la Alcaldía.   

En la tarde de ese 28 de mayo de 2008, como se había previsto se esperaba al Secretario General de la OEA quien ofrecería el discurso de conmemoración, sin embargo el susodicho nunca llegó. Y no era que no quisiera. No fue posible por qué, esta celebración que “le pertenecía” de algún modo a la Ciudad, el Presidente de la República de entonces había decidido llevársela para Medellín a donde, de hecho, sesionó la OEA durante unos días. Así que, pese a la exigente coordinación con la Cancillería de Colombia, a última hora se impidió el desplazamiento de Medellín a Bogotá del máximo funcionario de la OEA. Pero bueno, esto es apenas una anécdota más. 

Además de la actividad de carácter académico en la que participaron relevantes figuras de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y del Instituto mismo (dos entidades de la OEA),  la Alcaldía, a través de su Secretaria de Gobierno – la actual Alcaldesa (e)-, había previsto se colocara una Placa Conmemorativa.  

Pero… ¿Qué es una Placa Conmemorativa? 

Según el protocolo, una placa se coloca con la finalidad de dejar constancia y recordar a los ciudadanos que, en este caso, Bogotá fue el epicentro de un movimiento civil en 1948 que dio lugar a la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, aprobada en nuestra ciudad durante la IX Conferencia Internacional Americana, la misma que, a su vez, el 2 de mayo de 1948 dio lugar a la Carta constitutiva de la Organización de Estados Americanos OEA, es decir, siete meses antes de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Luego de no pocos afanes y concertaciones sobre el texto  en relieve sobre el granito de piedra, esa misma tarde del 28 de mayo se descubrió la placa conmemorativa la cual fue instalada al ingreso del nuevo edificio –aún sin inaugurar- de la Alcaldía de Bogotá y donde hoy funciona la Secretaria de Gobierno y la Secretaria General. Apenas  6 – 7 años atrás quedada el Departamento Administrativo de Bienestar Social, hoy Secretaria de Integración Social.


Pero… ¿Qué pasó con la Placa Conmemorativa?  

Por pura curiosidad me acerqué hoy al nuevo Edificio de la Alcaldía Mayor pero los dependientes de la recepción no me pudieron dar razón.  Es más. No sabían que ahí había estado una placa más pequeña, más modesta.

Lo de siempre. Un Policía apostado en la calle del lugar y antes de mi ingreso al edificio me aborda y pregunta: ¿Qué necesita? Pues realmente nada, le contesté. Ver el edificio, nada más. Y antes de que pudiera decir algo más, me deslice a su interior. Quería volver a ver la Placa Conmemorativa. Decepción en la recepción. En su lugar encontré, en el mismo sitio, otra Placa que conmemoraba la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

La Secretaria de Gobierno -hoy Alcaldesa (e)- dijo ese día: “En mi condición de luchadora por la causa de los derechos humanos, de beneficiaria de medidas cautelares de la OEA que como a muchos colombianos y colombianas nos permitieron seguir en la brega política y como Secretaria de Gobierno de la capital de la República, doy ustedes una cordial bienvenida a este foro de celebración de la Declaración Americana de los Derechos del Hombre en buena hora convocado por el Alcalde de Bogotá y el Instituto Interamericano de los derechos humanos”. 
Sin embargo, hoy ese hecho parece que solamente está registrado en mi memoria. 

En Bogotá sí conmemoraron los 60 Años de la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre. Pero... ¿Dónde está la Placa? ¿Por qué la quitaron de su lugar?

Fotos by Bunkerglo Mayo 28 de 2008 - Agosto 2 de 2011

miércoles, 27 de julio de 2011

Reconfigurar la esperanza en un contexto de desesperanza


Hace varios años, cuando hice una exposición sobre la situación de mi país ante un público en su mayoría cristiano, en Zaragoza, España, al terminar, una señora me reclamó, muy enojada, porque había dejado en el público la sensación de que no había salidas y de que la situación iba a continuar empeorando. Según ella, yo habría faltado a mi deber de hacer una lectura de la situación desde la óptica de la esperanza cristiana y de dejar en los oyentes una sensación de esperanza.

Yo le respondí que habría faltado a la verdad si hubiera terminado mi exposición afirmando que las cosas iban a cambiar en un plazo previsible. Yo no veía honestamente ningún signo que anunciara un cambio positivo sino todo lo contrario: los poderes de muerte que estaban dominando en mi país mostraban tal fuerza, que tenían todas las posibilidades de consolidar progresivamente su dominio.

En ese grupo de asistentes zaragozanos se levantó aquella noche un debate muy emotivo sobre la esperanza, que me dejó profundos interrogantes.

Es cierto que la esperanza tiene un elemento de audacia y de rebeldía frente a lo que la realidad cruda trata de imponernos. Es cierto también que la esperanza no puede alimentarse de lecturas de lo que ya existe, hechas con instrumentos de ciencia, que solo nos permiten acceder a lo que es y no a lo que debe ser. Pero también es cierto que una esperanza que trate de subestimar los condicionamientos de la realidad, o ignorarlos o evadirlos mediante discursos referidos a mundos inexistentes, es una esperanza que podría calificarse como opio o somnífero, que nos lleva a tolerar fácilmente la ignominia real, cubriéndola con un manto de sueños irreales.

Muchos paradigmas de la esperanza, tanto en el mundo de lo teológico, centrados en la salvación, como en el mundo de lo político, centrados en la revolución, han encerrado la esperanza en fronteras ideológicas con fuertes dosis de resignación y de espera pasiva.

Creo que al menos en los medios cristianos progresistas ya no se caracterizan como esperanza las actitudes pasivas, lo que en el pasado fue considerado como la virtud “cristiana” de la resignación.

Erich Fromm, en un escrito que tituló La Revolución de la Esperanza , ha expresado bellamente su manera de comprender la esperanza en estos términos:
 
“Tener esperanza significa estar presto en todo momento para lo que todavía no nace, pero sin llegar a desesperarse si el nacimiento no ocurre en el lapso de nuestra vida. Carece así, de sentido, esperar lo que ya existe o lo que no puede ser. Aquellos cuya esperanza es débil pugnan por la comodidad o por la violencia, mientras que aquellos cuya esperanza es fuerte ven y fomentan todos los signos de la nueva vida y están preparados en todo momento para ayudar al advenimiento de lo que se halla en condiciones de nacer”. [1]
 
Para Erich Fromm, la esperanza es un elemento de la estructura vital del ser humano, pero está ligada a otro elemento fundamental de esa estructura vital, que es la fe. Y Fromm describe la fe, en ese mismo capítulo, como “el conocimiento de la posibilidad real, la conciencia de la gestación. La fe es racional cuando se refiere al conocimiento de lo real que todavía no nace, y se funda en esa facultad de conocer y de aprehender que penetra la superficie de las cosas y ve el meollo. La fe, al igual que la esperanza, no es predecir el futuro, sino la visión del presente en estado de gestación ” (ibid.)
 
Pero eso mismo que, según Fromm, es lo más característico de la esperanza y de la fe, o sea, ese esfuerzo por mirar lo real que no ha nacido pero que se está gestando; ese esfuerzo por comprender las líneas de fuerza que están configurando la realidad que está en gestación, es al mismo tiempo lo que explica la CRISIS DE NUESTRA ESPERANZA.
 
Muchos concentran su mirada en lo positivo de este mundo nuevo que se ha ido gestando y ha ido naciendo en la modernidad: admiran los avances de la ciencia, su poder de dominio sobre la materia y la maravillas logradas en el ámbito de las comunicaciones, pero otros quizás concentramos la mirada en los costos humanos que todo eso ha tenido y no podemos mirar con ninguna alegría ni entusiasmo esas maravillas. ¿Cómo no reconocer que ese mundo maravilloso de la modernidad ha ido dando a luz un “infierno” para al menos el 60% de los humanos?. Y hablo de “infierno” al recordar que en la Divina Comedia, de Dante, la inscripción grabada en la puerta del infierno lo hacía casi equivalente a la pérdida de la esperanza: “los que entren aquí, abandonen toda esperanza”.
 
Yo quisiera tener una capacidad de mirada más corta para poder albergar algunas dosis de optimismo, pero cada que trato de escudriñar las líneas de fuerza de lo que se está gestando y que al nacer va derrumbando progresivamente nuestros sueños, me veo más incapacitado para elaborar la imagen de un presente en estado de gestación positiva y gratificante.
 
Mi identidad ideológica se fragua principalmente en los años 60, cuando realizo mis estudios universitarios de Filosofía y al mismo tiempo opto por la vida religiosa. Junto con otros muchos compañeros y amigos, jesuitas y no jesuitas, religiosos y laicos, creyentes y no creyentes, vivimos la fascinación del descubrimiento de que el mundo, y sobre todo nuestro continente y nuestro país, podían ser distintos. Latinoamérica era en esos años una ebullición de ideas políticas y teológicas que buscaban afanosamente encarnarse en la realidad a través de movimientos militantes. Liberación era la palabra mágica que despertaba todos los entusiasmos, tanto en lo político como en lo teológico. Testimonios como el de Camilo Torres o el del Obispo Gerardo Valencia, conmovían y desestabilizaban el statu quo, pero en casi todos los países, desde México y Centroamérica hasta el Cono Sur, surgían profetas y movimientos que invitaban a la acción. Los teóricos producían análisis tan evidentes de las estructuras de injusticia que era difícil dudar que quienes tuvieran una conciencia recta se comprometerían en un proceso de cambio revolucionario. Los ejércitos populares que surgían por doquier, parecían anunciar esos núcleos de resistencia que harían invencible los anhelos de las masas empobrecidas frente a la represión patológica de los poderosos. A pesar de la fragilidad de todo lo que nace de los excluidos, parecía que la esperanza comenzaba a invadir muchos campos antes copados por la fatalidad de la injusticia.
Los años 70 fueron los años del martirio. América Latina se fue llenando de dictaduras que se rotularon como de “seguridad nacional”. El poder fue ejercido casi en todas partes por la casta militar que encarnaba la brutalidad. Las dimensiones de la barbarie parecían revelar que los poderes injustos estaban desenmascarando su verdadero rostro, irracional e inhumano, lo que llevaría irremediablemente a su deslegitimación y a su derrumbamiento, y que el movimiento revolucionario se estaba aquilatando en el sufrimiento y el martirio para hacer realidad una vez más la consigna de los primeros cristianos: “la sangre de los mártires es semilla de cristianos”. También allí creíamos que el testimonio de la sangre era la siembra de una victoria mucho más contundente, gracias a su dimensión ética incontrovertible.
 
En Colombia no hubo dictaduras militares en los 70 ni en los 80, pero las estrategias represivas de nuestros gobiernos se acomodaron a los mismos principios de las dictaduras, reforzados por la astucia de preservar todas las formalidades de la democracia, para “legitimar” la represión con un discurso que la hacía aparecer como “defensa de la democracia”.
 
A pesar de la barbarie, que inundó de sangre y de dolor el continente, esta etapa yo diría que no se vivió en la desesperanza. Había una cierta conciencia de que se atravesaba una noche oscura que ineludiblemente avanzaba hacia un amanecer.
 
A medida que avanzaba la década de los 80, las dictaduras fueron cediendo el turno a un modelo de Estado que se llamó, sin pudor, “de democracia restringida”, diseñado por los tecnócratas e ideólogos de la alianza “Trilateral”, la cual reunía a los colosos del capitalismo mundial: los Estados Unidos, Europa Occidental y Japón. Hubo un re-alineamiento de muchos restos de movimientos populares que salían anémicos de la gran noche de las dictaduras y que empezaron a rediseñar sus estrategias para aprovechar los pequeños espacios “democráticos” que ofrecían esos regímenes, en cuyo discurso no faltaban críticas a la represión dictatorial. El lenguaje de los derechos humanos, como un lenguaje legitimado por el foro mundial más amplio de poderes que es el de las Naciones Unidas, comenzó a perfilarse como una alternativa para canalizar los dinamismos de los movimientos populares que exigían justicia, o como una alternativa que, al someterse a las reglas y a los procedimientos del Derecho, alejaba los temores de la violencia revolucionaria como estrategia de cambio de estructuras.
 
Los últimos años de la década de los 80 y los primeros de la década de los 90 podrían caracterizarse como la expansión del discurso de los derechos humanos. Se creyó que la memoria negativa de la brutalidad de las dictaduras era suficientemente fuerte para alimentar un movimiento contra la impunidad que exorcizara para siempre la barbarie y que consolidara el respeto por el Derecho, de modo que progresivamente se pudieran reivindicar los derechos consagrados por la comunidad internacional como derechos humanos, incluyendo los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales.
 
Sin embargo, dos fenómenos que se afianzaron con fuerza al comenzar los años 90 llevarían a la frustración todas estas esperanzas: por una parte, la crisis definitiva del socialismo realmente existente, con su efecto central que fue el de consolidar un mundo unipolar imperialista; por otra parte, la globalización progresiva de la economía mundial, que fue haciendo de los Estados y gobiernos poderes meramente simbólicos, ya que el poder real se fue ubicando en las empresas multinacionales y en el capital trasnacional.
 
Un nuevo ciclo de violencia vuelve a ser comprensible, pero ya no aparece articulado a proyectos concretos. La negación masiva de los derechos económicos, sociales y culturales de pueblos enteros y de capas muy grandes de casi todas las sociedades, provoca protestas violentas y éstas provocan formas de represión aún más violentas. Se percibe el avance del terrorismo, que revela niveles muy preocupantes de desesperación.
 
No estamos ya en décadas anteriores en las cuales al menos había paradigmas alternativos de organización social, así estuvieran llenos de defectos. La misma corrupción de los modelos socialistas deja profundas oleadas de desencanto y de desesperanza. Pero lo que más alimenta la desesperanza es la fatalidad que cada día se afirma más, de que esta compleja realidad que llamamos mundo, como producto de una articulación de líneas de fuerza que dominan su meollo y parece lo dominarán por tiempos muy prolongados, está fatalmente condenada a mantener solo una pequeña franja de seres humanos que viva en condiciones aceptables, mientras encuentra cómo deshacerse de las grandes mayorías, las cuales deben mantenerse excluidas del consumo y del desarrollo humano mediante las reglas “democráticas” del mercado.
 
En años pasados leímos con estremecimiento aquellas novelas que Erich Fromm caracterizó como “utopías negativas”, como la de George Orwell titulada “Mil Novecientos Ochenta y Cuatro”, o la del Aldous Huxley titulada “Un Mundo Feliz”. En ellas se nos mostraba, en el ámbito de la ficción, cómo un sistema podía programar a los humanos para que lo asimilaran y se adaptaran al mismo, exterminando valores que creíamos que eran los más profundamente humanos. Pero hoy, muchos de los mecanismos utilizados por el Estado colombiano, siempre con asesoría de los Estados Unidos, me recuerdan con mucho realismo los horrores de esas utopías negativas.
 
Cuando la tortura, practicada por agentes del Estado, se generalizó en Colombia en 1979, un grupo cada vez más numeroso de colombianos fuimos engrosando el movimiento de defensa y promoción de los derechos humanos. Encontramos en la confrontación entre el derecho interno y el derecho internacional una vía posible para defender valores humanos fundamentales que antes habíamos querido defender apoyados más en movimientos sociales y políticos que fueron demonizados radicalmente por el Establecimiento. Yo tuve que comenzar a sumergirme en disciplinas jurídicas que me eran ajenas hasta entonces, y mi esperanza se revistió, en dimensiones no despreciables, de lucha jurídica. No puedo negar que tuvimos algunos éxitos: logramos que el Estado colombiano firmara muchos tratados internacionales de derechos humanos; logramos modificar muchos procedimientos judiciales; logramos crear muchos cargos oficiales relacionados con la protección de los derechos humanos; logramos que organismos internacionales ejercieran presiones sobre el gobierno con miras a proteger a muchas víctimas, y un momento importante fue el cambio de la Constitución Nacional en 1991, pues la nueva Constitución incorporó en su texto la mayoría de los tratados internacionales de derechos humanos.
 
Pero a medida que todo este mundo de las formalidades legales se iba transformando, la realidad de las violación cotidiana y brutal de los derechos humanos iba aumentando y derrumbando todas las esperanzas que se habían revestido de juridicidad. Para mí, la década de los 90, en la cual ejercí como Secretario Ejecutivo de la Comisión de Justicia y Paz, y como tal tuve que tramitar la denuncia de millares de crímenes de lesa humanidad ante los poderes judiciales del Estado, constituyó un encuentro cara a cara con la ficción jurídica. Fui descubriendo cómo la impunidad se alimentaba de los dobles discursos y de estrategias inteligentemente diseñadas para que lo formal no afectara lo real. Por eso en los últimos años de mi servicio en la Comisión de Justicia y Paz preferí denunciar a la Justicia misma como un obstáculo, en lugar de una ayuda, para proteger la dignidad humana.
 
En Colombia ha existido desde mediados de la década del 60 la alternativa de la guerra, de la solución violenta al conflicto social, representada por grupos guerrilleros nacidos desde los inconformes y los pobres, que a pesar de la brutalidad de la represión, no se han extinguido sino que han crecido. La esperanza que puede encarnarse en un conflicto armado es una esperanza muy frágil. Toda guerra trae males enormes, y mucho más una guerra entre fuerzas enormemente desiguales. Por eso desde hace 20 años existen también en Colombia movimientos por la paz, en los cuales la esperanza se reviste de una solución política y no militar al conflicto armado, pero son movimientos que en estos 20 años solo han cosechado frustraciones y desesperanzas. A pesar de que en muchos discursos se acepta la necesidad de un cambio urgente de las estructuras económicas, sociales y políticas para que desaparezca la justificación de la guerra, en las negociaciones reales solo se busca que el statu quo se preserve incólume.
 
En los últimos años la guerra se ha agudizado mucho y ha llegado a producir destrucciones y traumas muy profundos en la sociedad. También la modalidad de guerra que vivimos destruye profundamente la esperanza. No es fácil entender la lógica de esta guerra, ya que la lectura predominante es la del Establecimiento, dueño de los medios masivos de “información”. La comunidad internacional ha canalizado sus esfuerzos de paz hacia Colombia a través de dos consignas centrales: convencer a los dos polos de la necesidad de una solución política negociada, en lugar de una solución militar del conflicto, y urgir la aplicación del Derecho Internacional Humanitario. Estas dos consignas, que se ven tan justas en su formulación abstracta, cuando se llevan a los terrenos concretos se parcializan, porque los mediadores se niegan a entender las realidades crudas que han motivado la guerra y porque se niegan a entender que una guerra entre fuerzas enormemente desiguales no puede someterse a las mismas normas humanitarias de las guerras entre fuerzas relativamente equilibradas. En otras palabras, como en la mayoría de las guerras, se revela al mismo tiempo un profundo conflicto entre la lógica de la eficacia, por un lado, y la ética y el derecho, por otro.
 
Pero lo que hace más insoluble el problema de la guerra en Colombia es que el Estado, asesorado por los gobiernos de los Estados Unidos, creó desde los años 60 un instrumento para degradar la guerra sin medida, como es la estrategia paramilitar, que implica cuerpos de civiles armados que actúan como brazo clandestino del ejército oficial, diseñados para traspasar todas las barreras jurídicas y éticas de la guerra con el fin de garantizar su eficacia. La lógica de este instrumento ha llevado necesariamente a que la población civil se vea cada vez más involucrada en la guerra y a que los métodos de terror dominen cada vez más el desarrollo de la guerra. Y lo que hace más insoluble un conflicto así, es que esa misma lógica obliga a crear lenguajes ficticios en que el Estado tiene que hacer jugar el rol de “actor independiente” al paramilitarismo para poder legitimarse ante la comunidad internacional, y el Estado colombiano, inmerso en una esquizofrenia inveterada, ha jugado magistralmente ese papel.
 
Cuando nuestra esperanza se ha revestido de verdad; cuando hemos concentrado nuestros esfuerzos en poner al menos nuestra realidad cruda ante los vista de nuestros compatriotas y de la comunidad internacional, con la confianza en que la sola visión desnuda de lo que ocurre despertará los sentimientos y dinamismos más genuinamente humanos para oponerse a la injusticia, entonces nos encontramos cara a cara con otra de las líneas de fuerza que caracteriza este mundo moderno en que estamos inmersos: el poder manipulador de los mass media, que ligado como está a los grandes conglomerados del capital, oculta y selecciona, tergiversa y manipula, demoniza y sacraliza, de acuerdo a intereses inconfesables. Se ha llegado incluso al extremo de exhibir como “mártires de la verdad” a quienes murieron bajo la violencia desesperada de las víctimas de sus mentiras.
 
Cuando nuestra esperanza se ha revestido de autonomía y hemos soñado ingenuamente que al terminarse la “guerra fría” habría desaparecido el esquema de los bloques hemisféricos de poder y que los Estados Unidos ya no tendrían tanto temor a la infiltración ideológica de una potencia enemiga en su “patio de atrás”, terminando, por lo tanto, de bloquear nuestros esfuerzos de autodeterminación y de búsqueda de una mayor justicia social, también esta esperanza se derrumbó. Cuando desapareció el fantasma del “Comunismo”, rápidamente los Estados Unidos diseñaron un nuevo pretexto: el del narcotráfico, para controlar de cerca todo movimiento de transformación social. Y a pesar de haber montado un discurso sobre el narcotráfico lleno de incoherencias y de mentiras, la comunidad internacional se lo ha creído y apoyado. El “Plan Colombia” es un proyecto de intervención política y militar que se apoya en ese discurso lleno de falsedades.
 
Frente a todo este derrumbe de los revestimientos de la esperanza es lógico que uno se encuentre con muchas manifestaciones de desesperanza.
 
No puedo dejar de recordar una reflexión compartida con un grupo de madres de desaparecidos en Buenos Aires, Argentina, cuando desde un balcón observábamos una manifestación de campaña electoral en un contexto en que todos los candidatos eran de derecha. En ese momento percibimos cómo se concretaba uno de los efectos más terribles de la dictadura: el haber eliminado a toda una generación ideológica y haber condicionado por el terror las opciones políticas de la generación siguiente, quizás predominantemente en niveles inconscientes. Era forzoso reconocer allí el éxito de la barbarie y su poder de diseño del futuro.
 
En Colombia constantemente me encuentro con antiguos militantes que solo pueden sostener unos escasos minutos de conversación luego del saludo, por el temor a hablar de su inserción actual dentro del sistema dominante. Hay ocasiones en que el tema surge penosamente, casi con la necesidad de una catarsis, y entonces va apareciendo el dilema existencial que los sigue atormentando en secreto, entre arruinar la vida, sometiéndola al riesgo permanente y a la persecución abierta o velada, en función de esperanzas que siempre se derrumban, o tratar de vivir con un mínimo de tranquilidad, así sea silenciando los valores en los que antes se había creído con la más profunda de las convicciones. No pocas veces se expresa esto como tributo al “realismo” y a la “sensatez”, reconociendo que el mundo está dominado por poderes adversos a la justicia y a la razón.
 
También me he encontrado muchos casos opuestos: aquellos que arruinan su vida conscientemente; que la someten a los riesgos más extremos; que renuncian a toda estabilidad familiar y social, y asumen compromisos que están seguros que los llevarán a la muerte en plazos muy breves. Y no pocos de estos lo hacen sin esperanza; con la seguridad de que su lucha y la ofrenda de su vida no va a cambiar en nada la situación, porque los poderes contra los cuales se enfrentan son monstruosamente superiores, pero sienten que la única forma de ser fieles a sí mismos es destruirse pronunciando un “NO” rotundo frente a este mundo inaceptable, y tratando de destruir lo que más puedan de ese mundo antes de morir. Aquí se explica una de las formas del terrorismo actual, casi la única que nuestra sociedad percibe y señala con dedo acusador, pues el terrorismo de Estado ya casi no se percibe en el mundo de la opinión pública.
 
Estas realidades existenciales están incidiendo mucho hoy en el desarrollo de la guerra en Colombia. En algunos círculos intelectuales se está dando un debate sobre si es ético, o no, comprometerse en una guerra que no puede ser ganada, aunque se apoye en razones justas. Unos, invocando la “ética de la responsabilidad” como la define Max Weber, afirman que no es lícito apoyar una guerra que solo trae destrucciones y sufrimientos pero no aporta ninguna esperanza de éxito. Otros, apelando a la “ética de la convicción” como la define el mismo Max Weber, afirman que la esperanza de éxito no puede ser el criterio fundamental para participar en una guerra sino la justicia intrínseca de su causa. En todas las guerras se da un conflicto profundo entre la eficacia y la ética, entre los fines y los medios. Pero aquí se plantean desafíos muy radicales a la manera como asumimos la esperanza. Parece que la esperanza está ligada de alguna manera a la previsión de un éxito o de una recompensa futura.
 
Muchos se preguntan si la ausencia de esperanza de éxito no deja otra salida que aceptar la situación actual como imperativo ético, ya que intentar cambiarla solo aportaría fracasos acompañados de sufrimientos. Y desafortunadamente esa ausencia de esperanza de éxito es cada vez más evidente, dados los medios cada vez más poderosos en los que el statu quo se afianza.
 
Yo me he preguntado muchas veces si acaso las encarnaciones de la esperanza no están todas demasiado ligadas y condicionadas por el factor del éxito y de la recompensa.
 
La teología cristiana de la esperanza se ha construido durante muchos siglos rodeando de éxito y de recompensas los bordes finales de la existencia histórica del individuo; llenando de atractivos el Cielo que vendrá después de la muerte, cuyas gratificaciones se dibujan como inversamente proporcionales a los sufrimientos y privaciones de la existencia terrena.
 
La ideología política de la esperanza se apoya en un esquema idéntico al anterior. La misma secuencia de sufrimiento / recompensa se afirma allí, aunque en lenguajes secularizados, y quizás esa necesidad ideológica de consolidar la imagen del cielo secular de las revoluciones triunfantes, que concretice el éxito y la recompensa de los que antes invirtieron en sufrimientos y riesgos, es lo que más corrompe las revoluciones triunfantes y las convierte en un mecanismo de reproducción de las injusticias contra las cuales antes se sublevaron.
 
Pero yo me he preguntado cómo podríamos desligar la esperanza del factor del éxito o de la recompensa que actúan como su dinamismo impulsor. Todas estas crisis de esperanza nos obligan a veces a volver a mirar el Evangelio desde otras perspectivas y a descubrir en él dimensiones inéditas.
 
Muchos teólogos, durante varios siglos, han dibujado a Jesús predicando un “Reino de los Cielos” pletórico de recompensas patronales, al cual se accede después de la muerte. Otros teólogos más modernos lo han dibujado más bien predicando un “Reino de Dios” como utopía social e histórica, al cual se accede cuando se asumen comunitariamente los valores que se descubren con mayor autenticidad y espontaneidad en el corazón de los humanos, y cuando se derrumban las convenciones históricas producidas por el egoísmo. Una corriente contemporánea de teólogos ha optado por un punto de partida poco clásico, que es la reconstrucción histórica posible de Jesús de Nazareth como campesino judío del siglo primero, sumergido en la materialidad de su momento histórico y reaccionando humanamente frente a él, poniendo entre paréntesis su divinidad hasta poderla reconstruir como lectura de sentido elaborada por quienes asumieron sus valores, dotándose así de un blindaje frente a todos los señoríos deshumanizantes.
 
En esta última corriente hay lecturas que desafían y desestabilizan nuestras comprensión clásica de la esperanza. Los relatos de la muerte de Jesús, reinsertados en la materialidad de su momento histórico, la presentan como un rotundo fracaso, sobre cuya oscuridad se construye, quizás en varias décadas, la profunda teología de la resurrección. Y en el clímax narrativo de ese fracaso se retoma el primer versículo del salmo 22 que para muchos no deja de tener un efecto escandaloso cercano a la blasfemia: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?”. En esta teología no hay una respuesta de Dios que penetre la materialidad histórica del fracaso para transformar o amortiguar su crudo realismo de fracaso. Las respuestas divinas serán elaboradas en otro nivel que es el de la fe, y en ellas no dejará de percibirse siempre el dinamismo que las alienta, que es el que se esfuerza por penetrar en la cara oculta del fracaso. Algunas de estas lecturas se atreven a señalar que Jesús prefirió morir registrando una dolorosa ausencia existencial de Dios, antes que morir traicionando alguno de los valores por los cuales se jugó la vida, los cuales lo llevaron, sin duda ninguna, al fracaso conmovedor de la cruz.
 
En esta teología se desvanece aquella imagen de la esperanza ligada inexorablemente al éxito y a la recompensa, y hay que comenzar a elaborar una comprensión de la esperanza relacionada más bien con el fracaso. Y no hay duda de que tal comprensión de la esperanza exigirá también la muerte de muchas imágenes de Dios; imágenes atadas a la lógica existencial del éxito y de la recompensa.
 
Yo me atrevería a caracterizar esta reconfiguración de la esperanza que aquí se insinúa, como una adhesión existencial a valores autovalidantes, o sea, a utopías y proyectos que no extraen su valor de la garantía, de la proyección o de la promesa de éxito o de recompensa extrínseca que conllevan, sino que valen por sí mismos y tienen un poder gratificante intrínseco que puede convivir perfectamente con el fracaso sin por eso destruirse.
No ignoro que esta comprensión de la esperanza no cabe en nuestra cultura occidental. El ser humano configurado por nuestra cultura, como lo señala Erich Fromm en el Arte de Amar, “experimenta su energía vital como una inversión de la cual debe obtener el máximo lucro, teniendo en cuenta su posición y la situación del mercado de la personalidad (...) Su finalidad principal es el comercio ventajoso de sus destrezas, de sus conocimientos y de sí mismo como ‘bagaje’ de personalidad”. [2] Todas nuestras estructuras e instituciones educativas, recreativas, económicas, sociales y académicas están basadas en esa centralidad del éxito, como causa eficiente y final de la energía vital, a lo cual tampoco escapa la religión: Fromm añade: “la creencia en Dios se ha convertido en un recurso psicológico cuya finalidad es hacer al individuo más apto para la pugna competitiva” (ibid.) No hay duda de que el cristianismo se ha adaptado profundamente, durante siglos, a este patrón cultural y por ello tendríamos que hacernos demasiada violencia para separar la esperanza del éxito que ha sido su suelo nutricio.
 
Una esperanza que pueda convivir con el fracaso, dirían no pocos, se convierte en una esperanza melancólica, despojada de la alegría y el entusiasmo que se han considerado como sus notas concomitantes. No hay más remedio que aceptar este veredicto que sin embargo queda atrapado en nuestros patrones culturales de una alegría y un entusiasmo profundamente amalgamados también con el éxito.
 
Un cristianismo contra-cultural, como creo que sería el más auténtico, tendría que beber más en los patrones de las culturas subterráneas de los excluidos, casi siempre encriptados bajo revestimientos culturales equívocos, que les permiten sobrevivir bajo la cultura dominante, pero que apuntan a contra-valores que apenas asoman bajo fuertes capas de censuras. Yo me he preguntado, por ejemplo, por qué la muerte violenta tiene tanta densidad ritual y festiva, aunque se tenga que revestir de tantos símbolos negativos que la hacen aceptable entre los patrones culturales dominantes. Nunca hemos logrado que la celebración de la Pascua compita en densidad festiva con los Viernes Santos, a pesar de que la Pascua ritualiza con exhuberancia un éxito sublime, que trata de hacer esfumar la pesadilla de fracaso del Viernes Santo. ¿Qué ceremonia podrá superar el entusiasmo trágico de los funerales de los Kamikazes palestinos?
 
Hay alegrías que se revisten de tristeza. Hay entusiasmos que se revisten de tragedia. No es fácil subvertir estructuras mentales configuradas por la centralidad del éxito.
 
En toda esta densidad festiva de la tragedia parece ocultarse algo que no puede expresarse de otra manera en la cultura dominante, y es la convicción profunda de que es preferible sufrir la injusticia que participar en la injusticia, aunque lo primero tenga todas las connotaciones negativas del fracaso en la cultura dominante y lo segundo esté asociado a todos los éxitos y alegrías de la cultura dominante.
 
Esta convicción la expresa un escritor marxista checo, Milan Machovec, en su hermoso libro “Jesús para ateos”. Allí afirma que “un ateo que asume seriamente, hasta la muerte, la vida y el esfuerzo por el movimiento que ama, sin cinismo y sin reservas oportunistas, puede muy bien admitir que el momento en que Pedro descubrió que Jesús era todavía vencedor, aunque solamente hubiera precedido una desoladora y concreta muerte en cruz, ha sido uno de los momentos más grandes de la humanidad y de la historia”. [3]
 
Pero para descubrir esto es necesario tomar conciencia de que la mayoría de las alegrías, éxitos y triunfos de nuestra cultura dominante están asociados a la injusticia, y de que la construcción de la justicia está ordinariamente asociada al fracaso y al sufrimiento, aunque posea el máximo poder gratificante en un Evangelio contracultural.
 
Solo quiero señalar con esto último que los pozos donde bebe la contracultura son pozos profundos, y no es fácil sumergirse en esos socavones.

Texto de Javier Giraldo M., S. J.  Ponencia en el Encuentro sobre la Esperanza, organizado por el Centro de Acogida “Ernesto Balducci”, en los 10 años de la muerte del Padre Ernesto Balducci. Pozzuolo dei Friuli, Zugliano - Udine, Italia - Septiembre de 2002


Notes
[1] FROMM, Erich, “La Revolución de la Esperanza”, Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 2000, pg. 21
[2] FROMM, Erich, “El Arte de Amar”, Paidos, Barcelona, pg. 103
[3] MACHOVEC, Milan, “Jesús para ateos”, Sígueme, Salamanca, 1976, pg. 39.